lunes, 20 de octubre de 2014

Persiste el espíritu de la andanada del 8

  Mañana, en la plaza de Las Ventas, después del apartado de los toros, se colocará en la andanada del 8 una placa de cerámica en recuerdo de Juanito Parra, el popular aficionado que presenció desde dicha localidad absolutamente todos los festejos que se celebraron en el coso entre 1939 y 1979, año en que falleció, y animó constantemente el llamado «espíritu de la andanada», que empezó a formarse mediada la década de los cincuenta. La andanada del 8 ha adquirido tal fuerza que es alternativamente temible y gratificante. La andanada del 8 se puede cargar el cartel de un torero o de un ganadero, o una corrida entera, con la misma rotundidad con que puede encumbrarlos o sacar de la nada al subalterno más modesto.

  Hoy, la andanada es una tronante tribuna que indigna a los taurinos y agota la paciencia de muchos espectadores, y se le acusa de inoportuna, aquejada de un prurito de divismo e iconoclasta a ultranza. Todo lo cual no compone una verdad (ni siquiera parcial), pues la verdad de cuanto es y significa la andanada va por otros caminos, y es ésta: sin su actitud vigilante, crítica y sonora, la plaza de Madrid nunca habría recobrado la seriedad y la importancia que tiene en la actualidad.

  Pero todo empezó, como decíamos, hacia la mitad de la década de los cincuenta. Hasta entonces, Juanito era un espectador solitario, con sus aficiones, sus filias y sus fobias, que invariablemente ocupaba una localidad de la fila sexta pegada al 9. Daba palmas de tango, silbaba tapándose los oídos, gritaba «¡Fuera, fuera!»; llevaba el reglamento en el bolsillo, pedía a gritos el aviso a la hora en punto, etcétera. Era un aficionado intransigente, convencido de que Las Ventas debía ser consecuente con su condición de primera plaza del mundo.

  Justo un día de junio de 1955 -cuando Antonio Bienvenida alcanzó el gran triunfo de la corrida del Montepío, lidiando seis toros- ya no estuvo solo, pues éramos dos. Y al domingo siguiente, tres.

  Para la década de los sesenta ya había andanadistas insignes, como el contable Ángel López y el coronel Echalecu (ambos ya fallecidos), y otros que siguen aún hoy ocupando la localidad, fieles al espíritu de la andanada. Pocos, pero con más moral que el Alcoyano y dotados de unos pulmones privilegiados, capaces de hacer tronante la voz y crispar a todo el taurineo chabacano y corrupto.

  La autoridad no era la que debía ser y los andanadistas aplicaban a los presidentes serios correctivos orales -nunca ofensivos ni irrespetuosos, que hasta la vulgaridad estaba proscrita en la andanada-, los cuales producían la inmediata presencia de la fuerza pública, que ordenaba callar. Un día, Juanito le gritó al palco: «¡Orejas regala usted muchas, pero no devuelve los toros cojos al corral!», y fue detenido. Algo que hoy sería impensable.

  El aglutinante y el animador del espíritu de la andanada era Juanito Parra -carpintero encofrador-, que, arrastrado el tercer toro, obsequiaba, a los correligionarios con diminutos caramelos Saci, seguramente para que suavizaran las gargantas. Así fue durante años y años. Corriendo el tiempo, se formó la Peña Andanada -que asume el homenaje de mañana-, y nuevos efectivos de aficionados se incorporaron a la localidad. Y llegó la novillada inaugural de 1979, en la que, por primera vez durante cuarenta años, Juanito no estaba en su localidad. Los andanadistas pensaron que algo muy grave había debido suceder e hicieron averiguaciones. En efecto: Juanito había muerto, de un infarto, precisamente en la muy taurina calle de la Victoria.

Joaquín Vidal, 4 de julio de 1981


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