Allá por el año 1852, cuando Salvador Sánchez "Frascuelo" era un muchachillo de diez años y ni siquiera había contemplado la idea de ser torero, tuvo la ocurrencia de acercarse con su hermano Frasco (conocido en el mundo taurino como Paco Frascuelo) a la plaza de toros de Toledo, ciudad donde la familia Sánchez Povedano vivió unos pocos meses, antes de partir a tierras aragonesas. Atraídos por el cartel que habían visto por las calles de la Ciudad Imperial y por aquel jugar al toro que tanto se estilaba entre los chicos de aquel tiempo, Salvador y Frasco acudieron al coso taurino por primera vez, y esto fue lo que ocurrió:
Al día siguiente, por la tarde, a los muchachos les faltó tiempo para dirigirse a la Plaza de Toros. Lo hicieron tras una banda de música que llenaba las calles con las notas garbosas de un pasodoble. Una vez allí, contemplaron absortos el para ellos inédito espectáculo. Apretábase el gentío ante las puertas, pugnando cada uno por ser el primero en traspasarlas. Un clamor ensordecedor surgía de entre la apiñada multitud. Rasgaban el aire los estridentes pregones de los vendedores de agua, limonada, avellanas y almendras. Los abanicos pericones y los pañolones chinescos, ponían bajo el sol una nota de cruda policromía. Los anchos huecos de entrada no cesaban de tragar gente. De pronto, la masa se agitó expectante.
Entre gritos de admiración, vítores y alegre cascabeleo, irrumpió en la explanada, tirado por cuatro jacas enjaezadas a la andaluza, el coche de los toreros. Inmediatamente, fue rodeado por los entusiastas que rivalizaron por poder tocar sus trajes de seda, recargados de adornos en plata y oro. Al brazo los bordados capotes de paseo, se apearon para entrar en la plaza. Pasó primero la figura jaque y fachendosa de Curro Cúchares; tras él la desenvuelta y arrogante de el Chiclanero y siguiéndolos, sus cuadrillas. Los famosos matadores, entre los cuales había colocado la afición celos y rivalidades, saludaron sonrientes. Una voz gritó junto al coche:
-¡Esta va a ser tu tarde, Curro!
A lo que algo más lejos contestó otra con no menos vigor:
-¡No hay más espada que el Chiclanero!
En poco tiempo, las afueras de la plaza fueron quedando desiertas. Frasco y Salvador, al lado de la puerta principal, cavilaban la forma de transponerla. Hasta ellos llegaron, perfectamente audibles, el rumor, unas veces apagado y otras unánime de la multitud; las palmas y los olés enardecidos, y, de cuando en cuando, el sonido vibrante de los clarines acompañados por el ronco y medido golpear de los timbales. En algunos momentos, todo parecía aquietarse y de pronto, un inmenso clamor llenaba el coso. Estos ruidos interiores, que no sabían a que atribuir, no hicieron sino espolear el ansia que los dos hermanos sentían por saber lo que dentro pasaba. Y cuando ya desesperaban de conseguirlo, la suerte vino en su ayuda.
Un hombre, con aspecto de tratante de ganados, salió de la plaza y enseguida pegó la hebra con el portero.
-¡Que galleos los del señor Curro! Le va a ganar la partida al de Chiclana.
-¡Eso habrá que verlo! -contestó incrédulo el otro.
Salvador y Frasco se aproximaron a la entrada con disimulo. Curiosos atisbaron el interior, y mientras el desconocido espectador ponderaba las excelencias del arte de Curro Cúchares, se introdujeron sin ser vistos, pasillo adelante. Con el temor de ser descubiertos, corrieron hacia donde vieron luz. Subieron las breves escaleras de un vomitorio, y, de pronto, se encontraron al otro extremo de la boca, frente a la plaza rebosante de público, partida con violencia en dos trozos de luz y sombra.
¡Jamás pudo olvidar Salvador aquel momento! Un griterío ensordecedor acompañaba a la faena de muleta que el Chiclanero hacía a su primer toro. Solos en el centro de la arena, mantenían una dura lucha. Una y otra vez acometía la fiera contra el hombre y otras tantas la burlaba éste con habilidad y gracia. No tenía más que mover ante su fiera cabeza el trapo rojo. El enorme y poderoso cuerpo del animal pasaba amenazante cerca de él, rozando con sus afilados cuernos los alamares de oro. El público no cesaba en sus aplausos. Salvador permanecía absorto, como si de pronto le hubiesen trasladado a un mundo irreal. Cerca de él oyó gritar:
-¡Anda con él, Chiclanero!
Y entonces, vió algo que le pareció imposible. Aquel hombre dejó parado al toro. En la plaza se hizo un silencio total. Algo muy importante iba a pasar. ¡Y vaya si pasó! El de Chiclana se mantuvo erguido enfrente del astado. Colocó el puño de la espada que llevaba en su mano derecha a la altura del pecho manteniendo el codo alto, en tanto dirigía la punta hacia el morrillo. Dejó la muleta recogida, tocando el suelo. Con un grito hizo que el animal se le arrancase. Él no se movió. Al humillar el astado, movió el trapillo que llevaba en su izquierda y dejó el estoque enterrado hasta la empuñadura. El público, enloquecido, se levantó de sus asientos batiendo palmas. Vaciló el animal; intentó afianzar torpemente sus patas en la arena y a los pocos momentos rodó con ellas al aire.
-¡Así se matan los toros! -rugió un espectador enardecido.
Y mientras el Chiclanero recogía cigarros y devolvía sombreros a los aficionados, Salvador comentó con su hermano la soberbia estocada recibiendo:
-¿Te has fijao, Frasco, qué tío más valiente? ¡Hacen falta reaños!
Lejos estaba entonces de pensar el muchachillo granadino que años después sería él quien heredaría la escuela de aquel torero y su peculiarísima manera de matar.
-o-
Lo cuenta el periodista Hernández Girbal en la biografía del espada titulada Salvador Sánchez "Frascuelo", el matador clásico. Libro que estoy leyendo estos días y que aprovecho para recomendar a los aficionados amantes de aquel tiempo en el que los toros eran fieras provistas de nervio y genio, y los toreros, espadas que buscaban la gloria a cambio de entregar su vida por una cornada que hoy sería de carácter leve. Además, está muy bien escrito.
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