Mañana, en la plaza de Las Ventas, después del apartado de
los toros, se colocará en la andanada del 8 una placa de cerámica en recuerdo
de Juanito Parra, el popular aficionado que presenció desde dicha localidad
absolutamente todos los festejos que se celebraron en el coso entre 1939 y
1979, año en que falleció, y animó constantemente el llamado «espíritu de la
andanada», que empezó a formarse mediada la década de los cincuenta. La
andanada del 8 ha adquirido tal fuerza que es alternativamente temible y
gratificante. La andanada del 8 se puede cargar el cartel de un torero o de un
ganadero, o una corrida entera, con la misma rotundidad con que puede
encumbrarlos o sacar de la nada al subalterno más modesto.
Hoy, la andanada es una tronante tribuna que indigna a los
taurinos y agota la paciencia de muchos espectadores, y se le acusa de
inoportuna, aquejada de un prurito de divismo e iconoclasta a ultranza. Todo lo
cual no compone una verdad (ni siquiera parcial), pues la verdad de cuanto es y
significa la andanada va por otros caminos, y es ésta: sin su actitud
vigilante, crítica y sonora, la plaza de Madrid nunca habría recobrado la
seriedad y la importancia que tiene en la actualidad.
Pero todo empezó, como decíamos, hacia la mitad de la década
de los cincuenta. Hasta entonces, Juanito era un espectador solitario, con sus
aficiones, sus filias y sus fobias, que invariablemente ocupaba una localidad
de la fila sexta pegada al 9. Daba palmas de tango, silbaba tapándose los oídos,
gritaba «¡Fuera, fuera!»; llevaba el reglamento en el bolsillo, pedía a gritos
el aviso a la hora en punto, etcétera. Era un aficionado intransigente,
convencido de que Las Ventas debía ser consecuente con su condición de primera
plaza del mundo.
Justo un día de junio de 1955 -cuando Antonio Bienvenida
alcanzó el gran triunfo de la corrida del Montepío, lidiando seis toros- ya no
estuvo solo, pues éramos dos. Y al domingo siguiente, tres.
Para la década de los sesenta ya había andanadistas
insignes, como el contable Ángel López y el coronel Echalecu (ambos ya
fallecidos), y otros que siguen aún hoy ocupando la localidad, fieles al
espíritu de la andanada. Pocos, pero con más moral que el Alcoyano y dotados de
unos pulmones privilegiados, capaces de hacer tronante la voz y crispar a
todo el taurineo chabacano y corrupto.
La autoridad no era la que debía ser y los andanadistas
aplicaban a los presidentes serios correctivos orales -nunca ofensivos ni
irrespetuosos, que hasta la vulgaridad estaba proscrita en la andanada-, los
cuales producían la inmediata presencia de la fuerza pública, que ordenaba
callar. Un día, Juanito le gritó al palco: «¡Orejas regala usted muchas, pero
no devuelve los toros cojos al corral!», y fue detenido. Algo que hoy sería impensable.
El aglutinante y el animador del espíritu de la andanada era
Juanito Parra -carpintero encofrador-, que, arrastrado el tercer toro,
obsequiaba, a los correligionarios con diminutos caramelos Saci, seguramente
para que suavizaran las gargantas. Así fue durante años y años. Corriendo el
tiempo, se formó la Peña Andanada -que asume el homenaje de mañana-, y nuevos
efectivos de aficionados se incorporaron a la localidad. Y llegó la novillada
inaugural de 1979, en la que, por primera vez durante cuarenta años, Juanito no
estaba en su localidad. Los andanadistas pensaron que algo muy grave había
debido suceder e hicieron averiguaciones. En efecto: Juanito había muerto, de
un infarto, precisamente en la muy taurina calle de la Victoria.
Joaquín Vidal, 4 de julio de 1981