jueves, 11 de diciembre de 2014

Los toros, acontecimiento nacional

Todo espectáculo que significa una concepción del mundo es un acontecimiento. Un auto de fe es un acontecimiento, lo es una procesión, los toros, la opera. Subyacente a cada uno de estos espectáculos, dentro del perfil de la comunidad en que radican, existe una concepción del mundo que les de sentido. Si tal supuesto despareciese, el espectáculo perdería carácter de acontecimiento y quedaría en puro espectáculo; es decir, en la visión de algo que no implica de parte del espectador la toma de una actitud radical de aceptación o repulsa por exigencia intrínseca al espectáculo mismo. Notemos de paso que la mayor parte de los "acontecimientos" típicos de la civilización occidental se van reduciendo a pura espectacularidad; los desfiles militares y las procesiones, pongo por ejemplo. Con los toros está ocurriendo algo semejante, en cuanto algunos espectadores, cada día más, a los que agrada la fiesta y la sienten, se conduelen de la fiera lidiada y del  lidiador hasta el punto de asistir intranquilos al acoso y muerte.


Los toros son una constante en la historia de España, y, en algunos periodos de la misma, el acontecimiento en que mejor se expresaba la remota unidad de sus distintos pueblos.

A mi juicio, cuando el acontecimiento taurino llegue a ser para los españoles simple espectáculo, los fundamentos de España en cuanto nación se habrán transformado. Si algún día el español fuere o no fuere a los toros con el mismo talante con que va o no va al "cine", en los Pirineos, umbral de la Península, habría que poner este sentido epitafio: "Aquí yace Tauridia"; es decir, España.

Téngase en cuenta que la lidia del toro, por uno u otro procedimiento, es un suceso viejísimo en la historia de España, de modo que se ha constituido en el animal símbolo, cuasi totémico, de los español. Por su parte, la propia lidia, en cuanto acontecimiento, es, conjuntamente con los religiosos, el de mayor extensión y comprehensión. Al coso asiste la mayoría del pueblo, sin que falte ningún estrato social: artesanos, comerciantes, profesiones liberales, clero, nobleza... La plaza de toros, resulta, singularmente en los pueblos, el lugar físico, social y psicológico en que la totalidad del pueblo convive intensamente una misma situación psicológica en que las actitudes profundas son substancialmente análogas. ¿Con qué otro acontecimiento ocurre esto?

En Inglaterra, por ejemplo, el acontecimiento definidor máximo ha sido el Parlamento, y, en otros pueblos europeos, las instituciones políticas han servido de acontecimiento regulador e incluso educador de la convivencia social. En España, las instituciones políticas nunca tuvieron ese carácter, sucediendo, además, que, cuando los contenidos y formas políticas tradicionales se perdieron por el advenimiento de una dinastía ajena a lo nacional, los toros inician y consiguen rápidamente su definitiva conformación de acontecimiento. La razón quizá esté en que, ausentes otros estímulos y símbolos que hacían relativamente fácil vivir psicológicamente la unidad social de la nación, los toros adquiriesen, y esto justifica su inmenso y acelerado auge, el papel de acontecimiento capital y director.


Los toros son el acontecimiento que más ha educado social, e incluso políticamente, al pueblo español.

¿Qué hay -y esta es la cuestión- en el acontecimiento taurino capaz de unimismar situaciones sociales distintas, puntos de vista diferentes y, sobre todo, que afecte al pueblo en conjunto de modo tan radical?
Por lo pronto en la plaza los espectadores son en absoluto iguales. No desde un punto de vista social, sino primigeniamente, en cuanto sujetos de elementales tendencias. Todos los que sin riesgo miran al torero jugándose la vida son en ese momento, desde el punto de vista español, inferiores a él. Y esta inferioridad los iguala. Es una igualación que afecta a los últimos resortes de la personalidad y, por lo tanto, equivale a poner en evidencia que substantivamente todos los hombres son iguales salvo en un caso: el de la actitud personal en el juego de la muerte. Todos y cada uno de los que contemplan la lidia están haciendo pública confesión de lo que en otro caso es inconfesable: que, en hombría, el torero vale más. De aquí, a mi juicio, que en los toros haya una actitud colectiva de humildad y una lección utilísima para quien concede demasiado a las diferencias de clase, poder económico, etc. Ante los toros, los españoles revalidan la sabiduría irracional de que solo el aventurero y burlador de la muerte vive de modo superior a los demás. Por esta razón el torero es símbolo de la hombría heroica y cuando queremos hiperbolizar el valor de alguien le comparamos con algún diestro famoso.

El espectador de los toros percibe tal autenticidad y ve la fiesta como la verdad, sin ambages. De aquí que acudir a los toros sea un acto de brutal sinceridad social, que nos delata, en cierto modo, ante los demás. Como ya hemos dicho, es una declaración, al mismo tiempo humilde y retadora, de nuestra manera de ser.


Como todo acontecimiento, la fiesta es, particularmente, extroversión. Cada uno está en presencia de los demás y los demás en presencia de cada uno. Precisamente esta apertura a la crítica confiere a los toros la peculiaridad de ser el acontecimiento de mayor contenido axiológico. En cierto sentido la fiesta es una continua apreciación y valoración.

El espectador de los toros no es un mero, un simple aficionado a lo espectacular, ni tampoco exclusivamente un entusiasta de la exaltación embriagadora, es, mejor que todo eso un amante del conjunto del cual, en cuanto acontecimiento, es parte necesaria. Ahora bien, constituyendo la universalidad de la fiesta, el espectador juzga acerca de lo bueno, de lo justo y de lo bello. 

Por lo pronto, viendo los toros nos quitamos de encima parte de la actitud moral de juzgar con valores éticos socialmente prefabricados. Nos colocamos en una situación primigenia desde la cual lo bueno y lo malo tienen una significación ontológica. Es bueno lo que realiza perfectamente la plenitud del sentido de una substancia. No hay duda que desde este punto de vista el toro, entidad definida por la agresividad y la fiereza, logra la plenitud de su ser en la lidia. El espectador supone, con mayor o menor exactitud, que el toro vive en el ruedo una gloriosa aventura coronada por la mayor concesión que el hombre puede hacer al animal: la lucha franca e igualada; al toro no se le caza, se le vence. 


Por lo que respecta a lo justo y lo injusto, lo bello y lo feo, ¿qué mejor juez que el público de los toros? Parte del tiempo que dura la corrida lo emplea en justipreciar y premiar las hazañas del torero, y esto de modo espontáneo, sin la guía y prejuicio de normas fijas. El propio partidismo desaparece ante la extremosidad de la aventura y el público se rinde al mérito intrínseco cuando éste recibe su prestigio de la presencia de la muerte. Los juicios de valor que los espectadores de la fiesta formulan poseen absoluta autenticidad. Se trata de una valoración colectiva en la que cada uno de los participantes aprende a juzgar con despiadada rectitud. Y aún más: no sólo aprende a valorar y juzgar respecto del hecho, tremendo por lo insólito, de la actitud de un hombre ante la muerte, sino que se enseña a buscar de todos los puntos de vista posibles para la valoración aquel que es, objetivamente, más adecuado al juicio. 
 En este aspecto, la fiesta es un continuo adiestramiento en el arte de hallar las perspectivas propicias para la justificación de los hechos. La fiesta enseña a valorar con justicia y a apreciar con
finura la validez del juicio. 

 Los toros son, desde luego, un espectáculo cruento; pero hay una clara tendencia en ello a evitar la visión de la sangre, lo que es testimonio, a mi juicio, de la creciente adecuación de la sensibilidad española a la europea.

Finalizaré, por último, estas indicaciones con una observación general que replantee la cuestión del acontecimiento como testimonio y signo de una concepción del mundo. A mi juicio, los toros son un acto colectivo de fe. La afición a los toros implica la participación de una creencia; de aquí, que para el auténtico aficionado, la afición sea en cierto sentido un culto. Pero ¿creencia en qué? ¿Fe en qué? En el hombre. El espectador cree en ciertas cualidades inherentes al hombre que constituyen la hombría, y precisamente porque cree en ella va a los toros. El torero se presenta como portaestandarte de la hombría y ratifica en cada momento de la lidia que la fe en un determinado tipo de hombre en que cree el público, tiene pleno sentido y actualidad. Este tipo humano expresa a su vez el punto de vista de una determinada concepción del mundo predominante. Por esta razón el torero es un símbolo.


Quizá desde esta perspectiva pudiera esclarecerse el peculiar significado del insulto en la fiesta. Se ha observado repetidas veces que el público de los toros es singularmente hábil en el insulto, que sabe elevar a la categoría de sarcasmo, sin que pierda por ello violencia la injuria en cuanto tal. Es un modo profundo y personal de insultar; en el que lejos de ser el denuesto puro grito o exclamación indignada, conserva todos los matices de la ofensa ad hominem. Esta intencionalidad concreta, más la ironía, que existe casi siempre, dan al insulto taurino un especial vigor y un tono sarcástico característicos. Ordinariamente el insulto brota con extraordinaria violencia cuando el diestro da señales de miedo. El público lo increpa con pasión, aludiendo a las cualidades que definen la hombría, y propende incluso a la agresión personal. No se trata, por lo común, de un insulto colectivo, sino un colectivo insultar. El torero se transforma en una entidad multivalente, relacionada con cada uno de los espectadores de modo propio y diferenciado por medio del insulto, que el espectador taurino es una injuria trabada de “hombre a hombre”, y no simplemente una reacción colectiva de desagrado. 
Al primer momento de arrebato sigue una actitud irónica que pone en el insulto un matiz sarcástico. Las expresión que con más fidelidad recoge esta actitud es la de “eso también lo hago yo”, en la que se transparenta la nota peculiar del improperio taurino; a saber, la decepción.


Si la presencia de una multitud de espectadores en la plaza acredita la fe en la hombría y en lo que ésta significa, la decepción implica la pérdida de esa misma fe, pérdida que afecta a los supuestos irracionales en los que está, y desde los que piensa y obra todo humano. De aquí la tremenda violencia inicial del insulto taurino y la postura escéptica, envuelta en el amargo humorismo del improperio sarcástico. Sin embargo, la fe vinculada al subsuelo irracional de una concepción del mundo es tan firme que, pese a todas las decepciones, persevera en la esperanza, y el espectador taurino acude una y otra vez al coso a revalidar su creencia.

Enrique Tierno Galván 



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