domingo, 23 de octubre de 2016

Lagartijo y Frascuelo

Lagartijo, terminación de un recorte. Foto J. Laurent
  

 

  Por Jacinto Benavente. 


   En el día primero de este mes se cumplieron 50 años de la muerte de gran cordobés Rafael Molina, Lagartijo. No seremos ya muchos los que podemos decir que le hemos visto torear. 
   Cuando yo pude verle, yo estaba en lo que pudiéramos llamar su segunda época. A los bríos y arrogancia juveniles, que no le faltaron, según atestiguaban los que le habían conocido antes, había sucedido en su arte una laudable prudencia, y había que esperar una corrida y otra para que algún destello de aquellos bríos y arrogancias nos diera testimonio de que había existido. La sabiduría, eso sí, se mostraba siempre, que la sabiduría resplandece más clara en la prudencia que en la temeridad. Lo difícil en la prudencia es dosificarla. Cargada la dosis, puede confundirse con el miedo, peligroso sucedáneo de la prudencia, y recargada con la despreocupación, que puede llegar a la desvergüenza. Lagartijo no dosificaba siempre con mesura estos ingredientes. 
   Por este preámbulo habrá comprendido el más torpe que yo, en aquel tiempo, era frascuelista como casi todos los madrileños. Frascuelo era el torero del pueblo y de la aristocracia. Lagartijo el de la clase media. En honor a la verdad, los frascuelistas éramos más transigentes y comprensivos. Aplaudimos a Lagartijo en sus tardes triunfales y no éramos los que más nos enfadábamos en sus tardes desdichadas. Los lagartijistas, en cambio, rara vez aplaudían a Frascuelo y se lo negaban todo, hasta el valor, que para ellos era ignorancia o barbaridad.
   Lagartijo, como todo artista genial, era inesperado y sorprendente. Con un toro claro, fácil, cuando se podía esperar una brillante faena estaba desdichadísimo. Y con un boyancón, marrajo y duro, cuando todo el mundo pensaba:
   –Aquí va a ser ella. 
   Lagartijo con su arte supremo, hacía del buey lo que le daba la gana y volvía locos a sus partidarios y le aplaudíamos los frascuelistas. Su habilidad como estoqueador era proverbial. Las medias estocadas de Lagartijo han pasado a la historia. Con su habilidad de banderillero arqueando el brazo, cuarteando, acertaba a colocar el estoque en tan buen sitio, que con menos de media estocada bastaba para dar muerte al toro.
   Como banderillero, eso sí, era maravilloso. El que no haya visto banderillear a Lagartijo no ha visto banderillear. Era, como decía Fray Luis de León del estilo de Santa Teresa, la misma elegancia. En el toreo de capa también era extraordinario. De sus largas también se llevó el secreto. Entonces no se prodigaba el toreo de capa. Con haber visto muchas veces a Lagartijo, creo que sólo dos o tres veces le vi abrirse de capa y torear por verónicas y navarras. Los quites los hacía casi siempre a punta de capote. Se ha hablado mucho de la elegancia de Lagartijo, el quid de su elegancia consistía en que, si alguien le hubiera dicho que era elegante, él hubiera preguntado:
   –Y, ¿qué es eso?
   Por eso era elegante, sin asomos de afectación.
   Para muestra de cómo han sido siempre los aficionados a toreros, no a toros, y hasta dónde llegan sus apasionamientos, parecía lo natural y lógico que al retirarse Lagartijo sus partidarios lo fueran del Guerra, que era su continuador y discípulo más cualificado, con la ventaja de ser joven y repleto de facultades. Pero como los lagartijistas no perdonaban al Guerra que por él hubiera anticipado Lagartijo su retirada, todos se hicieron esparteristas. El toreo y el arte de Espartero que era lo más opuesto a los de Lagartijo, que le calificó de un muerto vestido de máscara. Con esto está dicho de lo que tendría Lagartijo el toreo del Espartero. 
   Algo parecido ocurrió con los partidarios de Ricardo Bomba. También fuera lo natural y lógico que hubieran trasladado sus entusiasmos a Joselito; pero como también creían que por Joselito había anticipado bombita su retirada, trasladaron sus amores a Belmonte, que se parecía a Ricardo como el Espartero a Lagartijo. 
   De la competencia entre Lagartijo y Frascuelo tengo un vivo recuerdo. En una temporada de Madrid no había figurado Lagartijo en el cartel de abono y sí Frascuelo. Los lagartijistas aprovechaban cualquier ocasión de aburrimiento para gritar en la plaza:
   –¡Viva Córdoba!
   En un día de San Bernardo había habido en Aranjuez una corrida de toros de Veragua, con Lagartijo y Guerrita como matadores. Lagartijo mató los cuatro primeros toros y Guerrita, que aún no había tomado la alternativa, los dos últimos, en clase todavía de novillero. Los dos estuvieron muy lúcidos, y Lagartijo tuvo una de sus mejores tardes de sus últimos tiempos. Al día siguiente era domingo, había corrida en Madrid y toreaba Frascuelo. Los toros eran de don Félix Gómez. Unos toros que ahora parecerían cosa del otro mundo. Desde el principio de la corrida, los partidarios de Lagartijo, envalentonados con el triunfo de su torero en Aranjuez en el día anterior, prodigaron "¡viva Córdoba!". Llegó la hora de matar al primer toro. Frascuelo mandó retirarse a la cuadrilla. Se quedó solo, llevo al toro al centro de la plaza y con tres o cuatro muletazos de aquellos duros, secos, de su especialidad, lo dejo cuadrado. Lió la muleta, como era su costumbre y cerca, muy cerca, y despacio, muy despacio, como si el toro fuera un enemigo personal, como en un duelo a muerte, se dejó caer con el más formidable volapié que puede soñarse. El toro rodó, como en el romance se dice: 
Los pies que la tierra hería 
vuelven sus plantas al cielo. 
   En toda la tarde no volvió a oírse un "¡viva Córdoba!".


Jacinto Benavente. Madrid, 23 de agosto de 1950.
Las taurinas de ABC.

 Estocada de Frascuelo. Foto: J. Laurent

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