Vía @investigando36
lunes, 30 de octubre de 2017
viernes, 6 de octubre de 2017
Gracias, Victorino
Los 50 y los 60 fueron décadas ominosas para el toro de lidia, el tótem del rito era maltratado y la afición estaba de uñas. La edad no estaba controlada, nadie garantizaba que el animal que se lidiaba tuviera los cuatro años cumplidos, es decir, que se tratase de un toro. Había dudas muy fundadas de que así fuera en vista de lo que salía de toriles, hasta el año 1969 después de una larga lucha tras la que nació el Libro de Ganaderías y el acuerdo de marcar a fuego a todas las reses bravas con el guarismo del año de nacimiento. Por otra parte, el afeitado de las astas se había convertido en hábito y desencadenó una guerra entre aficionados, algunos periodistas y taurinos; entre estos últimos sobresalían algunos hombres del toro conjurados con los aficionados que ansiaban toros despampanantes, con sus pitones limpios, buidos y relucientes. Ahí están Antonio Bienvenida y, andando el tiempo, Victorino Martín.
Allá por el año 1968 Manuel Benítez ejercía la tiranía del mandamás del toreo consuetudinaria desde los tiempos del Guerra. El Cordobés era pasión e icono de todo un pueblo, pero también se proyectaban sobre él las sombras del toro birrioso y afeitado, amén de los abusos en corrales y despachos. Fue el año en el que Miguelín se lanzó al ruedo de Las Ventas a desmerecer el toro que faenaba El Cordobés. Por la mañana, los mentores de Manuel Benítez cogieron para su poderdante las reses apartadas para el día siguiente, de Soledad Escribano, al ser rechazada la corrida que le correspondía, de Fermín Bohórquez, hijo de aquella. Sin ningún escrúpulo El Cordobés podía con todo. Los medios de comunicación advertían: aquello que parecía una anécdota podría ser el principio del fin si no se empezaba a respetar al toro.
Aquel año de 1968 Francia vivía una escala de protestas con afán de mejoras sociales y laborales, un desenfreno liberador recorría París. Los aficionados de Las Ventas no imaginaban que, de algún modo, aquello se contagiaría y estaban a punto de contemplar la ansiada y peleada revolución torista entre tanta corrida de utreros desmochados. Cuarenta años de administración de la empresa Jardón daban paso definitivo al afamado Livinio Stuyck. En la prensa, Palomo Linares y El Cordobés pugnaban por una corrida de Galache para San Isidro, los bombones charros. En medio de este panorama apareció un desconocido de Galapagar que ofrecía sus toros a través de un periódico, una corrida cinqueña con toda la barba para que Palomo Linares y Manuel Benítez resolvieran sus diferencias en el ruedo. He aquí nuestro hombre, Victorino Martín Andrés ponía la corrida gratis y además donaba la carne de los morlacos a beneficio de los pobres. Se trataba de los toros de Escudero Calvo que fueron adquiriendo a partir de 1960, ahora en manos de la familia de Victorino, los viejos Albaserradas cuyos tiempos de gloria se perdían en la memoria. Nadie hizo caso a aquel tipo al que tomaron por loco y El Cordobés se salió con la suya matando la corrida de Galache. Victorino tenía aún frescas las gravísimas cornadas que le acababa de dar el semental Hospiciano en la orilla del río de la finca extremeña que consumía a deudas a la familia; para colmo, recién iniciada la aventura ganadera, los toros se acumulaban en los cercados de Galapagar y nadie hacía caso de ellos. La situación para el ganadero era crítica.
Victorino
había entablado buena amistad con Manuel García-Aleas, ganadero colmenareño de
estirpe que por aquel entonces era el secretario de la Unión de Criadores de Toros
de Lidia. Él confió en Victorino e instó a Livinio Stuyck, explicándole su desesperación, para que se acercase a los cercados de Galapagar aunque fuera por cortesía.
Y así fue, junto con otro empleado de la empresa, Livinio se personó en el
cerrado de saca de Victorino y al momento estaba profiriendo exclamaciones de
sorpresa ante el admirable trapío del hato. El ganadero aguardaba unas palabras
de esperanza mientras los empresarios observaban aquella piara de toros
colosales. Al fin, adquirieron tres corridas de toros, de momento querían
lidiar los más chicos a ver qué pasaba. Victorino estaba a las puertas de
lidiar su primera corrida de toros en Madrid donde se iba a jugar su futuro
como ganadero de bravo, eso, o volver al ganado de carne, al morucho y a la
carnicería.
Continuamos
en la canícula de aquel verano sesentero. El debut llega el 18 de agosto; Pepe Osuna, Adolfo
Rojas y El Paquiro en el cartel, en
grande se leía “antes Albaserrada”, en pequeñito: “Victorino Martín, de
Galapagar”. Los toros más chicos de la manada en comparación con lo que se
lidiaba en ese momento resultaron un deleite para los aficionados. Cuajo y seriedad irreprochable, de pitón a rabo. Paquiro quedó fuera de combate por cogida dejando el festejo en un mano a
mano y, atención, la corrida tomó 23 puyazos. El público y la crítica quedaron
encantados, así que la empresa Nueva Plaza de Toros de Madrid advirtiendo que
había gustado tanto la presentación de los toros decidió lidiar los más grandes
para la jornada del 8 de septiembre, anunciando a Juan Antonio Romero, José Luis Barrero
y Flores Blázquez. Toros de cuatro, pero también de cinco, seis o
siete años. Esta es la corrida en la que se jugó el célebre toro Domadito; al finalizar, algunos aficionados veteranos comentaban que no se había visto una corrida con semejante estampa desde antes de
la guerra. La cara amarga volvió a aparecer y Flores Blázquez se llevó un
cornalón, los toros de Victorino no perdonaban. La tercera de las corridas que
la empresa había comprado a Victorino se celebró el 22 de septiembre y fue de
nuevo un éxito en presentación y casta, cortando una oreja El Paquiro. En apenas un mes Victorino lidió lo más granado de la
camada con rotundo éxito, los aficionados y la crítica no cabían en sí, dudaban
si aquel oasis era un espejismo e idealizaron durante el invierno aquellas tres
corridas magníficas. Cuando iba a dar comienzo la temporada siguiente la buena
nueva se había extendido como una mancha de aceite y ya todo el mundo hablaba
de “los terroríficos victorinos”.
El
resto es conocido por todos. En la primera corrida que lidia en 1969 después de
aquel verano meteórico, dentro de un conjunto extraordinario, Andrés Vázquez
hizo frente a Baratero; cinco
entradas al caballo, cinco tumbos. De este famoso ejemplar dijo el torero
castellano: “Los toros bravos a menudo tienen mal carácter aunque Baratero también era noble, de una
nobleza relativa. Me miraba con un terrible aire de superioridad. Le di 19
pases, ni uno más. Era imposible. Al salir de un pase de pecho de pitón a rabo,
levantó la cabeza y me miró a los ojos, los suyos eran muy grandes, parecía
decirme: se acabó, si continuas te cojo”.
La ascensión fue imparable, Victorino
no dejó de cosechar triunfos, de echar toros y corridas de premio, tantos que
no caben en su museo. Manteniendo la ganadería en un punto de casta
sobresaliente el tiempo que la administró, capitaneando con su gorrilla calada
el barco de la fiesta verdadera. En medio de la pesadumbre que asolaba a los
aficionados por los desmanes que devastaban la fiesta desde la posguerra
emergió la figura de Victorino, encarnando los valores que muchos daban por perdidos:
toros con edad, íntegros y bravos en todos los tercios. Su nombre en el cartel bastaba para llenar cualquier plaza. Él presumía -no sin razón- de que era
un humilde hombre de campo de la serranía madrileña, no era un ganadero de
herencia, de ahí la guasa de los aficionados capitalinos: “el paleto de
Galapagar”. Se le puede acusar de complaciente, de populista, pero lo cierto es
que cuando aparecía la bravura fiera auténtica o el toro cabrón, ahí estaba él
con su sonrisa de oreja a oreja que nunca olvidaremos. Era uno de los nuestros.
Nunca flaqueó en la defensa de la integridad del toro, el toreo sin trampas, y
no tuvo inconveniente en desafiar a las figuras negándose a tolerar que le tocaran
las orejas a sus toros. Un discurso atrayente que puede parecer fácil, de cara a la galería, lo
difícil es materializarlo cuando tocan los clarines y saltan los toros al ruedo,
así durante cincuenta años. Soy del que lo hace, diría Joaquín Vidal, y
Victorino Martín Andrés lo hizo, vaya que si lo hizo.
Gracias
por todo. Descansa en paz.
martes, 3 de octubre de 2017
El bajonazo de Miura
Vaya por delante que entre las pasiones
taurinas más acusadas de un servidor siempre ha figurado con especial devoción
la ganadería de Miura, los que me conocen lo saben. La rusticidad, lo tornadizo
y la inteligencia que caracterizan a los astados miureños son un reflejo fiel
del toro decimonónico, cuando la expresión “rey de la fiesta” no era un tópico
manido y vacuo. Era la época que algunos tratadistas han dado en llamar heroica, anhelo de todo aficionado a
toros que se precie. Continuando hasta hoy, 175 después de que el sombrerero
sevillano Juan Miura, en 1842, impulsado por la afición de su hijo Antonio,
adquiriese un hato de Antonio Gil de Herrera origen Gallardo; 169 años si tenemos
en cuenta la errata del diccionario de la Real Academia Española que nadie se
preocupa en enmendar en cuya entrada sobre miura leemos: “Toro de la ganadería de Miura, formada en 1848 por Eduardo Miura,
famosa por la bravura e intención atribuida a sus reses.” He aquí el toro
que vieron nuestros abuelos en la Plaza Vieja de la carretera de Aragón, el
mismo con el que se asombraron nuestros tatarabuelos en el coso de la Puerta de
Alcalá, donde Goya se nutría de inspiración para sus obras. Porque Miura, con
toda probabilidad, será la única ganadería que ha lidiado en las tres plazas
más importantes que han ido sucediéndose en Madrid, siempre en manos de la
misma familia. Ver una corrida de Miura es el privilegio de presenciar el toro
antiguo, el que puso en aprietos al mismísimo Frascuelo, a Lagartijo… Un viaje
que nos retrotrae en el tiempo. Siempre que el de la A con asas cumpla con las
características atribuidas a esa fiera añeja, lo cual no sucede con la
frecuencia que me gustaría, todo sea dicho.
Ocho temporadas
completas estuvimos sin ver un pitón de Miura en la recia arena venteña, desde
El Toro de Madrid hicimos todo lo posible insistiendo una y otra vez a la
empresa de aquel entonces, “los choperitas”. Yo mismo, a nivel particular, di
la tabarra por tierra, mar y aire, demandando el regreso de los morlacos de
Zahariche, consciente de que la unión de la Casa Miura con Madrid no es menos
tradicional que la mantenida con otras plazas que ahora se entienden como
seculares para ellos. Llegó el ansiado regreso en 2014 con una corrida
aceptable, la del célebre Zahonero; a
la que siguió en 2015 un encierro mediocre, bajo de presencia y sin fuelle; y
en 2016 un gran toro, Tabernero,
dentro de un conjunto discreto en el que se devolvió uno por inválido.
Todas las corridas
de esta última etapa vinieron con pelos cárdenos o negros, ni rastro en cuatro
temporadas consecutivas de la variedad cromática del miura de no hace mucho,
cuestión que no parece casual y que preocupa sobremanera a los aficionados. En
cierta ocasión, encontrándome en el apartado mañanero, al preguntar por la
monotonía de las capas, don Eduardo Miura me despachó con una larga, diciéndome:
“Las camadas vienen así, son casualidades”. Y en noviembre de 2015 en una
tertulia de nuestra asociación en Casa Patas, interrogado por el mismo tema, al
mencionado don Eduardo se le escapó: “Los otros pelos (aquellos que no son
cárdenos o negros) manchan mucho”, restando hierro al asunto. En frase tan
breve dijo mucho. Los ganaderos sabrán lo que hacen en su casa, ahora bien, quitarle
la variedad de pelajes a los miuras es desposeerlos de una de sus señas de
identidad más representativas.
Ninguno de estos
últimos años en Las Ventas presentaron una corrida de las que alegran la
afición sólo por estampa y cuajo, más bien encierros pobres de trapío con un par
de ejemplares serios, consiguiendo así engañar el ojo. El mismo ardid que, generalmente,
han empleado en la presente campaña para lidiar en plazas tan comprometidas
como Sevilla, Madrid, Pamplona, Ceret, Bilbao o Arles. A esta última llegaron
con lo justo por falta de toros y sólo lidiaron tres, convirtiéndose en un
desafío ganadero contra Baltasar Ibán. Dijeron que afrontaban el año de una
efeméride tan longeva como uno más, que no querían hacer nada especial, y dudo
que así fuera viendo la categoría de las plazas que acordaron. El resultado ha
sido mediocre en cuanto a presentación salvando quizá la de Sevilla, rellenando
el resto con un par de toros de respeto, como se ha dicho.
El cénit del
desastre junto con Ceret posiblemente, y éste por cornúpetas razones, fue la tarde
de San Isidro, el domingo 11 de junio, que para colmo atrajo a multitud de
aficionados de otros puntos de España, desgraciados ellos que además del viaje
aguantaron un petardo de proporciones siderales. Dos fueron al corral por
inválidos y pudieron ser más, pero lo más grave fue el aspecto del encierro que
los señores de Zahariche embarcaron para Las Ventas, un conjunto verdaderamente
lamentable. Miuras de plaza de pueblo, con expresiones de novillo y cuerpos no
agalgados, que aceptaríamos, sino raquíticos, especialmente los números 38, 21
y 39; primero, segundo y quinto respectivamente. Daba pena verlos, pensar en el
hierro que llevaban marcado a fuego era descorazonador. Aquello transcurrió
entre protestas y el lógico cabreo de los aficionados, algunos salimos de la
plaza bufando. La mayoría de ganaderías no tienen capacidad para mosquearme más
allá de media hora, otras, por admiración y respeto, como Miura, pueden dejar
una espina clavada. Y es que, ¿dónde queda el crédito de la ganadería si
presentan ese desecho de corrida en Madrid por el 175 aniversario? ¿Por qué, al
menos, no emitieron un comunicado pidiendo disculpas a la afición?
Una máxima que
todo aficionado sabe es que el nivel de casta de las reses no es tan achacable
como otros factores que sí están en manos de los ganaderos, como la integridad
de las reses y el trapío acorde a la plaza donde se lidia, cuestiones que en
una ganadería señorial y de abolengo pensaba que eran tablas de la ley que no
desdeñarían. Desconozco qué estima tendrá la familia Miura por la opinión de
los aficionados, atrás quedó la relación cómplice, de respeto mutuo entre los
fieles (fidelidad con la taquilla de la plaza, se entiende) y los profesionales
de la fiesta. Romanticismos de la época heroica,
viejo manual de valores tauromáquicos. Quiero decir: los actuales ganaderos de
Miura, don Eduardo y don Antonio, han perdido la honra de su divisa para
conmigo, la leyenda y la admiración por la historia de su Casa sigue intacta,
pero la honra como ganaderos la tendrán que volver a conquistar. Y sospecho que
no soy el único.