Artículo de
Agustín de Foxá publicado en el diario ABC el 24 de abril de 1957, muchas veces
publicado en la blogosfera taurina, no obstante siempre merece la pena volver a ser leído.
Absolutamente brillante.
***
El secreto de
los toros reside en que es un espectáculo anacrónico. Cuando vuela un avión a
reacción sobre el embudo dorado de la plaza, uno se asombra de que sean
contemporáneos los hombres de arriba -tocando botones, radares, ondas
hertzianas, luces parpadeantes en verde y rojo, palancas de robot, en el límite
de los viajes interplanetarios- con los hombres de abajo, de verde manzana y
plata, de corinto y oro, ídolos asiáticos con espada y lanza y saetas de papel
rizado, entre caballos y toros, manejando la sangre en lugar de la gasolina,
con la Muerte allí, en el diamante de la puntilla, que desconecta al toro de la
red eléctrica de la Vida. O con la enfermería, entre santos óleos.
Cuando se
desintegra la materia y se forma el hongo venenoso de ecuaciones de la bomba de
hidrógeno, todavía unos mozos matan con la espada como en los albores de la
Edad del Bronce. En torno a la plaza, de esta isla primitiva de relinchos y
mugidos, de esa gota de selva, de esa partícula de Génesis, rugen los claxons,
las bocinas, los motores del mundo hecho por el hombre, con su fauna mecánica,
con sus "autos" -coches amputados de caballos-, con sus motocicletas
con una muchacha a la grupa como un recuerdo atávico de la jaca; con su
biscuter, mestizaje o cruce entre el automóvil y la motocicleta.
Vigilan al
combate virginal, primitivo, fresco, palpitante, no unos ojos humanos, sino
lentes de máquinas de turistas, teleobjetivos, cóncavas pupilas del
"cine" en colores.
Una concesión
del ruedo sangriento, de ese "confetti" de desierto, a la vida
moderna, es el camión que riega la plaza con su abanico, con sus dos alas de
agua.
Pero a los toros
los siguen arrastrando las mulillas, siempre un poco espantadas ante la cabeza
muerta. Y ni una rueda gira sobre la arena porque la rueda es humana; ninguna
creación divina la utiliza; sino piernas o patas, o el reptar, o las aletas, o
las alas.
El hombre de la
ciudad; el de las oficinas y los empleos; el del piano tedioso de la máquina de
escribir; el del alfabeto, sin poema de amor, de la taquigrafía; el de los
archivos -que son los nichos de las cosas-; el de la hipoteca, que es lo más
opuesto a un bosque en Primavera; el de los tranvías, que es la negación del
libre galope; ese hombre va a la plaza a rejuvenecerse, a oír mugidos que jamás
serán congelados en la serpiente del hilo magnetofónico; a escuchar relinchos
que nunca se extenderán a secar, como ropa blanca, en los hilos de teléfono; a
ver la sangre sin análisis ni velocidad de sedimentación; a contemplar apagarse
corazones que no conocen el electrocardiograma.
Los toros traen
el campo a la ciudad, su paisaje de encinas y de ríos, sus florecillas
amarillas o moradas de la Primavera. Hombres que nunca han visto la luna, ciudadanos
del asfalto y de la propiedad horizontal, hablan de cuántas hierbas tiene ese
toro; de los pastos de mayo que embravecen; de por qué los toros de aquella
ganadería tienen las patas tan fuertes, ya que el abrevadero está a muchos
kilómetros de “sus cerrados; y comentan cornadas, de las cuales ya nadie muere
en el mundo. Los toros son el espectáculo de un pueblo religioso que juega con
el Más Allá; no tienen nada de república ateniense (deporte), sino de Imperio
romano (sacrificio).
Tenía razón aquel
aficionado cuando decía que a los toros no iba uno a divertirse (el fútbol es
mucho más divertido), porque tienen de todo menos de entretenidos. El toreo es
intuitivo y racional, y matar frente a frente es maravillosamente absurdo
existiendo mataderos de punzón eléctrico y frigoríficos donde la carne viva se
convierte en cosa acartonada.
Todo lo que en
el ruedo sucede es imprevisto y deslumbrante y allí se congrega todo lo
inesperado; hay en los tendidos indios turistas de Bombay, chinos miopes; y entran,
volando, villanos portadores de semillas; y alguna vez planea una paloma de
tendido a tendido; o se suelta un globo; y discuten, y están a punto de
pegarse, un abogado y un médico por la cojera de un toro; y preside un Rey o
una princesa; y dos Felipes Segundos pintados por Velázquez -los alguacilillos-
llevan al galope una enorme llave que no abre ninguna puerta.
En los toros se
venden, astronómicamente, como en un eclipse, el sol y la sombra; ya semejanza
de las rústicas cosechas, el espectáculo depende de la lluvia; de una nube que
pasa.
Las gentes están
tan tristes a la vuelta de los toros porque retornan a la vulgaridad, a la
Civilización, a todo lo artificial y antibiológico.
Muchos pueblos
han jugado con los toros; desde; hace miles de años en Creta, hasta el actual
"rodeo" americano donde algunos capotazos de auxilio al vaquero caído
son como la prehistoria de la arqueología del toreo. California está a punto de
inventar las corridas de toros; como en las reelecciones de sus presidentes,
Norteamérica está descubriendo la Monarquía.
Están tan en la
entraña de nuestros sueños ancestrales los combates de toros, que han suscitado
poemas, romances, novelas, esculturas, cuadros, músicas, grabados y óperas y
todavía no ha surgido, ni creo que nacerá nunca, la Carmen, de Bizet, del
fútbol; ni habrá tapices de Goya sobre un "penalti"; ni romances de
Federico o décimas de Gerardo, a un "córner".
El toreo es
casto y sensual; pueden ir a él los frailes y los niños, pero jamás una mujer
es más apetecible que ensangrentada de claveles en una barrera de sol.
Antes, los toros
eran más hermosos y bárbaros, y más imaginativos. Había plazas partidas;
matadores en zancos; saltos a la garrocha; hombres como Martincho, que,
esposado, saltaba desde una mesa sobre el lomo del toro; enanos y gigantes;
globos de humo caliente; luchas de toros con leones y tigres; perros de
presa...
Ahora, al
intelectualizarse, las corridas han perdido vitaminas. Porque lo excesivamente
clásico comporta algo de tedio. Y cuando se ve ese esqueleto de mármol, que es
el Partenón, se siente, a veces, la nostalgia de las anárquicas gárgolas y de
los monstruos de las sillerías de coro de nuestras Catedrales.
Cuando un pueblo
sobre un bistec ensangrentado coloca, en lugar de mostaza, unas banderillas de
lujo, se encuentra lejísimos de lo cartesiano y de la lógica.
Como el mito de
Fausto y Mefistófeles, el toreo devuelve la juventud a la ciudad envejecida de
reglamentos urbanos.
El toreo está
fuera de nuestro tiempo; es un drama de capa y espada en el siglo del
cinemascope. Y cuando un espada brinda a una bella mujer de anhelante pecho la
muerte del toro, revive un piropo de hace veinte mil años.
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