De
todos modos es cierto que el punto de vista más usual y común entre los que
asisten a una corrida es el estético. ¿Por qué es esto así? Precisamente
porque es mucho más fácil calibrar la belleza de un pase o de una faena entera
que su mérito estrictamente técnico. Para lo primero, basta con tener cierto
buen gusto; para lo segundo, hay que conocer a fondo el toreo. De ahí que, al
juzgar una faena de muleta, a muchos cronistas les sea más fácil hablar del
«tarrito de esencia», del «aroma del parque de María Luisa» o de «la seriedad
castellana», que de la querencia del toro, de sus dificultades y de la
intrínseca calidad técnica de dicha faena. Como es más fácil hablar de la
estética de una verónica cualquiera que de su técnica, es decir, del modo de
ejecutarla. Semejante escamoteo sigue, por desgracia, a la orden del día. En
este sentido, pienso que todos los que hacen o hemos hecho eso que
estrictamente se llama «crítica taurina» —yo, a lo largo de veintisiete años,
nada menos—, hemos caído en la trampa que nos tiende, con su capacidad de
sugerencia, el esteticismo, olvidándonos, una y otra vez, que —¡oh, paradoja!—
casi nunca el que torea «bonito» es buen torero. Por esas y otras razones, los
toreros predominantemente técnicos, sabios, largos, poderosos —en suma, los que
nunca le hacen daño a la fiesta, los que saben torear— han tenido menos
«cantores» —oficiales o no— que los que, sin unos sólidos conocimientos
profesionales, han dado, de vez en vez, muy de vez en vez, en la tecla de lo
bonito...
Todo torero que no sepa —bien con un
«conocimiento» plenamente racional, bien intuitivo— por qué da ese pase y no
aquel otro, de esta forma determinada y no de aquella otra, desde un preciso
lugar y no desde cualquier otro, en este justo momento y no antes ni después,
será, en el más estricto sentido de la palabra, un mal torero, porque de esos
cuatro postulados o principios fundamentales de la técnica taurina —el porqué,
el cómo, el dónde, y el cuándo— sólo conoce uno: cómo dar el pase. El que un
matador, al margen de la técnica, de la profesionalidad y del más limpio,
honesto y puro oficio, sea capaz de crear fugaces momentos bonitos, en el fondo
no es más que una pura «anécdota», una nota meramente «marginal» en el
acontecer de una corrida, que muy poco tiene que ver con el auténtico arte de
torear. El conocimiento crea las dos columnas de Hércules del toreo: la
seguridad y la regularidad. A la larga, pues, crea también lo que yo llamo «la
estética consciente».
Guillermo Sureda, «Tauromagia», Espasa-Calpe,
1978, págs. 29-30.
Ignacio Sánchez Mejías en la plaza de Barcelona
Ese libro me parece excepcional desde que lo leí por primera vez con catorce años.
ResponderEliminarSaludos.
Disculpa mi torpeza, Rafa. Al final lo encontré.
ResponderEliminarNo me extraña que te entrara el veneno de la tauromaquia si leías libros tan buenos con catorce años.
Un saludo, Pedro.