Los que vimos a Fernando Robleño en la célebre encerrona del 2012 con seis toros de José Escolar en la coqueta y exigente plaza francesa de Ceret, igual que en los años que rodearon aquel festejo inolvidable, sabemos de lo que es capaz. Se dice que los toreros son de otra pasta, pero los que son capaces de aguantar una larga y dilatada carrera en la cara de los toros más fuertes, fieros e inteligentes, lo son más todavía. Y estos últimos no son muchos, gran parte de ellos se quedan por el camino, por la misma senda en la que fueron derramando el depósito del valor que acabó vacío. Los toreros de ganaderías duras que son capaces de mantenerse, a pesar de los lógicos altibajos, no abundan tanto como creemos y no son tan valorados como se debería. Con el toro noble y de carril encontramos un buen ramillete de coletas que llevan en la pomada décadas, pónganse a pensar ya verán como los encuentran, sin embargo, con el toro áspero hay muy pocos. Podemos citar a dos de los últimos héroes que consiguieron mantenerse con dignidad a lo largo del tiempo con las corridas de respeto, véase Luis Francisco Esplá y José Pedro Prados “El Fundi”. En activo eran continuamente discutidos, ay, la eterna iconoclastia del aficionado, en cambio ahora son estos los que se desmonteran cuando se cruzan con tamaños ases de la torería. Basta que no estén para apreciar su valor. Con Robleño verán que sucederá lo mismo.
Bien es cierto que llevaba un par de temporadas anodinas en las
que sus actuaciones no pasaban de un oficio más que acreditado para despachar
con solvencia cualquier tipo de situación. No es cosa baladí eso de la
solvencia y el oficio, ya lo quisieran para sí otros espadas, pero a Robleño se
le pedía más. Y ese más llegó el pasado 9 de septiembre en la corrida desafío
entre Saltillo y el debut de Valdellán con tres pavos que derrocharon casta,
casta y más casta, ¡así se debuta en Madrid! Suele suceder que el toro que más
llama la atención en la previa luego es un gran fiasco, pero esta vez no fue
así. Era un entrepelado, lucero, berrendo remendado, apodado Navarro, que
superaba los 600 kilos y encampanado ganaba en talla al pequeño gran torero de
San Fernando de Henares. Tomo tres varas con alegría y derrochó fiereza y
acometividad toda la lidia.
Cuando maduramos la grandeza de aquel trasteo caímos en la cuenta
de que aquello había sido un episodio del más puro estilo robleñista y,
sin embargo, cuando la veíamos en vivo pensábamos que no pasaría del
oficio y la solvencia antes comentado. El toro era una estampida en cada
arrancada, acudía con la cara muy suelta. Y es que en los primeros compases lo
fue dejando a su aire, madurándolo, estudiando por dónde le iba a meter mano,
como tantas otras veces le habíamos visto hacer. Después llegó la apoteosis, el
alumbramiento que no esperábamos. Fueron sólo tres tandas, dos por la derecha y
una tremenda de naturales. Robleño, nuestro pequeño gran hombre, se armó de
valor, echó la pata pa᾽lante y se dispuso a hacer el toreo
con aquel torazo, pasándoselo por la bragueta y rematando los muletazos detrás
de la cadera sin ceder el terreno. Se veía, Robleño salía de cada uno de estos
encuentros con Navarro como
si hubiera corrido un esprint, el esfuerzo era palpable. Cada tanda valió
un potosí, el toreo auténtico. Cayó una oreja después de un pinchazo y una
estocada desprendida entrando derecho, con más aficionados en la plaza y una
muerte más certera la faena había sido para rozar la puerta grande. Es lo de
menos, los que lo vieron no lo olvidarán, fue el resurgir de Fernando Robleño,
y esperamos que para seguir viéndole así por mucho tiempo.
Artículo publicado en el nº 53 de La Voz de la Afición, boletín de la asociación El Toro de Madrid.
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