domingo, 30 de diciembre de 2018

Rachido, de Palha



29 de mayo de 2008. Feria de San Isidro. Toros de Palha para Encabo, Sánchez Vara y Bolívar.

Rachido es el primero por la izquierda. 



Salió reventando la mitad de un burladero y a continuación quiso reventar la otra mitad con el otro pitón. A partir de entonces captó la atención de toda la plaza, veinticuatro mil almas pendientes de este impresionante toro de Palha. Eran los tiempos en que las corridas de este hierro portugués se contaban con las veces que el mayoral salía a saludar tras el festejo. Después vino un bajón y ahora parece que han vuelto a encontrar la senda.

Dos señores puyazos a cargo de Luis Miguel Leiro, piquero curtido en la sierra madrileña, donde antaño pastaban los Toros de la Tierra. Rachido, sin volver la cara en ningún momento, protestó el primer par de garapullos, en el resto ni se inmutó. De esos toros que durante la lidia, en vez de menguar, se crecen y a cada lance parece más grande. 

Uno de los toros de mi vida.  




Luis Bolívar no pudo estar más de verdad, eran tiempos pujantes para él. Aunque la plaza, como suele pasar en las corridas toristas, estuvo exigente y fría, tomando partido por el toro. El pase cambiado por la espalda para iniciar, luciendo la arrancada de Rachido desde largo en todo momento y citando con el cartucho de pescao. Una faena y un toro de enorme emoción la que vivimos en la plaza, y una oreja de ley si llega a matar. Muchas tertulias, corrillos y conversaciones en los que aperece Rachido, aún hoy, cuando han pasado más de diez años.



Pienso que entra bien a matar, no se aprecia intención de salir de la suerte premeditadamente. Hay una toma cenital esclarecedora. Simplemente se le fue la mano a los bajos. Un metesaca y Rachido como si nada. Después, un pinchazo y una estocada en buen sitio al encuentro. Vuelta al ruedo para el burel, cosa que hoy resulta novedosa, ya que la mayoría de las veces que los presidentes muestran el pañuelo azul es porque se han cortado orejas, como si no quisieran molestar a los toreros si no tocan pelo, o como si no existiera la bravura al margen de una faena de triunfo.



Rachido galopando y Bolívar con el cartucho en la mano izquierda. Sin la verdad y la exposición que puso sobre el tapete el torero colombiano hoy no estaríamos hablando de este toro y, seguramente, no le hubieran dado la vuelta al ruedo.



Fotón de Josemi que recoge justo el momento en el que Rachido desarma el burladero de matadores, previamente hizo lo propio con el burladero fronterizo entre el seis y el siete. Se ve perfectamente la corpulencia del animal mientras el tablas vuelan por los aires. Tremendo ejemplar.

Todas las fotos de esta entrada son, o bien de Josemi, o bien de Juan Pelegrín.



Número 139. 597 kilos. Cinco años y dos meses.




--o--

Podéis ver la faena completa en el canal de YouTube de la Asociación El Toro de Madrid, donde estamos subiendo vídeos de algunos toros célebres de los últimos años, ¡suscribíos!




Un saludo a la afición.

jueves, 6 de diciembre de 2018

La Hispanibundia


¿La muerte es una fiesta?


   Cada país y cada región tiene sus símbolos tribales, y es fácil rastrear la presencia del dragón en la mitología alemana, del gallo en las leyendas francesas, de la loba en Roma, del león en la heráldica inglesa o del oso en Suiza. También los españoles tenemos nuestros símbolos, fundamentalmente representados por animales de la fauna autóctona, como el caballo, el verraco, el lince, el águila, el azor o el toro.

El conde Fernán González se paseaba con un caballo que había pertenecido a Almanzor y sostenía sobre el guante de su mano izquierda un azor mudado; ambos animales tan bellos que el rey Sancho de León los acodiciaba y pagó una fortuna para comprárselos.

El toro acabó imponiéndose sobre todos nuestros tótems. Fue el origen de los primeros clanes ibéricos, y sucedió en el culto a los bisontes, ciervos y caballos que aparecen en nuestras pinturas rupestres. Muchas fiestas y romerías españolas tienen todavía como personaje central al toro, aunque esas tradiciones pueden recabar un origen más remoto en las civilizaciones indoarias, mesopotámicas y mediterráneas que influyeron en nuestra cultura.

A través de las invasiones que nos llegaron por el Mediterráneo entró en la península ibérica el culto de Mitra, unido al rito de la tauroctonía (el sacrificio de los toros), pues se supone que el dios había matado a un toro para fecundar con su sangre la tierra.

Diodoro ya refiere la importancia del culto taurino en España. Y todas esas tradiciones se mantuvieron sin interrupción desde la antigüedad, siendo incluso asimiladas por los invasores bárbaros. Los godos no suprimieron los sacrificios de toros, sino que, cuando se convirtieron al cristianismo —como otros pueblos germanos— adoptaron enseguida los ritos en los que todavía quedaban restos de las viejas mitologías indoarias.

El rito arcaico de la muerte del tótem se representa en la fiesta española de los toros (¡qué extraño pueblo este que hace coincidir la palabra fiesta con el rito de la muerte!) La liturgia de la corrida tiene un fondo prehistórico, brillante y solar, como aquellos lances sangrientos de las epopeyas homéricas y de las tragedias clásicas que —pese a su brutalidad— nos dejan una sensación deslumbrante.

Las tragedias griegas —igual que el drama hispánico de la corrida de toros— se representaban al aire libre, en grandes cosos y teatros, de forma que el escenario adquiría así la fuerza mágica de un recinto religioso. Y los espectadores no sólo apreciaban el pathos de los actores y su forma de recitar, sino que daban mucha importancia a la expresión corporal, ya que la eurythmia (“ritmo armónico”) y la euharmostia (“donaire”) completaban la parte escultórica del espectáculo artístico, como ocurriría luego en las normas del toreo español. 

La tauromaquia es una lucha, concebida dentro de un reglamento sangriento y guerrero, en la que se representa un drama de muerte y de fuerza. Curiosamente, la afición por los toros decrece en cuanto el torero deja de ser un héroe mítico al que se suponen ciertos carismas y valores. En el momento en que el matador aparece como un simple asalariado, sin aura mítica y sin leyenda heroica, su figura deja de interesar al pueblo.

Digamos que el torero fue, en la galería de las figuras españolas, un arquetipo muy popular. Lo representaron los pintores más ilustres, desde Goya hasta Sorolla, desde Zuloaga hasta Manet, desde Lucas Villaamil hasta Daniel Vázquez Díaz. Y, para los extranjeros que venían a vernos, representaba aquello que Stendhal había llamado «el tipo español», el último «personaje» que quedará en Europa. 

La imagen heroica del torero sustituyó en España a la figura del hidalgo, que ya en el siglo XVIII resultaba caduca y había perdido su prestigio. Y, por eso, este personaje —tan magníficamente recreado en los sainetes de don Ramón de la Cruz— fue enseguida apadrinado por el pueblo. Hasta el extremo de que, ya en el siglo siguiente, se convirtió en el símbolo del «patriotismo popular español» frente a la mitología culta de ilustrados y afrancesados.

No fue tampoco ninguna casualidad que el toreo «a pie» sustituyese en el fervor popular al «toreo a caballo» que había sido más aristocrático y propio de nobles. La inversión de las castas se realizó así en una revolución incruenta, de forma que el torero castizo —hijo del arroyo— despertaba la admiración de duques y duquesas, haciéndose aplaudir y respetar por ellos. Y los viajeros que llegaban a España, especialmente los franceses, se sentían seducidos por estos majos del pueblo que se presentaban en sociedad como si fuesen ellos los vencedores del mariscal Dupont y de los mamelucos.

La corrida va unida a la muerte del animal y al riesgo del torero. Si el toro no ofende y no ataca no hay lidia. Si brinca, huye o no es agresivo, ya puede tener aires de bravucón o desplantes revoltosos, que no será aceptado por el público entendido. Y, por eso, el animal “manso” era rechazado en todas las plazas, ya que la gente venía a ver el sacrificio de un dios y no la muerte cruel de un animalillo burriciego.



Mauricio Wiesenthal, «La hispanibundia», Acantilado, 2018, págs. 151-152