Anda toda la afición venteña revuelta e impactada tras corroborar la grandeza del toreo de Juan Ortega, cuya actuación el 15 de agosto del año pasado hizo que se corriera la voz en los mentideros y el espada cogiera buen ambiente. Muchos no lo pudimos ver por la dificultad de la fecha o por presenciar la última corrida del Conde de la Maza en Cenicientos, como fue mi caso. Contrastados aficionados insistían que aquella actuación en plena canícula madrileña tuvo una categoría superior y diferente a lo acostumbrado, pero cuando uno no lo ve con sus propios ojos siempre tiene un margen de desconfianza.
El pasado Domingo de Resurrección Juan Ortega regresó a Madrid y aquellos que no le habíamos visto no tuvimos otra que congratularnos y dar la razón a los amigos que nos habían puesto sobre aviso. La corrida de El Torero no valió nada por falta de fuerzas a excepción del sexto. Las imágenes de la faena de Ortega no trasmiten lo que se vivió en la plaza porque el toro desluce todo con sus constantes caídas, y en la plaza también, dirán ustedes. No, la plaza estaba desbordada por la torería de Juan Ortega.
Es muy complicado explicar el toreo cuando cala, no obstante voy a intentarlo. Los argumentos que expuso Juan Ortega el Domingo de Resurrección se sustentaron en una torería añeja, propia de los tiempos de oro y plata del toreo, en una forma dramática de entrar y salir de la cara del toro, de improvisar el toreo de adornos, y una suerte de pureza, arte y clasicismo que cautivó a los allí presentes. Ganarse al público de esa manera con aquella birria de toro está al alcance de muy pocos, de hecho, si lo mata en condiciones hubiera cortado una oreja. La espada quedó caída y muchos no sacaron el pañuelo. La vuelta al ruedo fue a instancias de los aficionados.
Hacía tiempo que no quedaba así de impresionado con un torero, en verdad no sé si antes me había pasado. Seguiré atento su carrera, seguro que no son todo agasajos y se irán descubriendo debilidades. Solo pido, y no es poco, que esa torería que vimos el pasado domingo desemboque en garbo y naturalidad, cualidades que echamos tanto de menos; y no en manierismo y afectación superflua, tan habitual hoy día. Y otra cosa, respeto a la profesión, al toro y al aficionado, es decir, vergüenza torera.
Juan Ortega, un torero.
Saludos a la afición.
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