Los victorinos por sí solos, sin los lidiadores adecuados, no hubieran generado gran espectáculo, por supuesto. El espectáculo se producía en el primer tercio si había un torero que supiera plantear la lidia de forma que los toros dieran la caba medida de su bravura y fortaleza. Para fortuna del ganadero y de la propia fiesta, esos toreros surgieron de inmediato y se conviertieron, también ellos, en favoritos de la afición madrileña. Primero fue Andrés Vázquez, aún en tiempos predemocráticos; luego, Ruiz Miguel. Con este último torero la Plaza de Las Ventas conoció tardes heroicas de indescriptibles emociones. El valor y la capacidad dominadora de Ruiz Miguel llegaron a ser asombrosos.
A lo largo de la historia del toreo se ha dicho de algunos maestros que un toro malo lo convertían en bueno, y las más de las veces se trataba de un eufemismo. Al toro malo lo dominaban de manera que, con magistrales muletazos de castigo, acababan ahormándolo y cuadrándolo, hacían el alarde de cogerle un pitón para demostrar que estaba sometido y lo tumbaban patas arriba de un soberano estoconazo. Tenía un mérito enorme, por supuesto, pero, si bien se mira, la hazaña no había producido el prodigio de convertir en bueno el toro malo. En cambio, Ruiz Miguel sí alcanzó esta taumaturgia. La alcanzó muchas veces a lo largo de sus numerosas actuaciones en la plaza de de Madrid.
Junto a los maravillosos victorinos bravos había gran cantidad de victorinos broncos, que incluso podían ser pregonaos, y buena parte de estos toros le correspondió lidiarlos a Ruiz Miguel. Salían los victorinos fieros y poderosos, pegando cornadas al lucero del alba, y ya querían partir en dos a Ruiz Miguel, que hurtaba de su alcance el cuerpo, como podía. Pero nunca rehuyendo la pelea, sino planteándola y allegando a la lidia una pasmosa entereza. Con la correcta elección de terrenos y distancias y ejecutando las suertes adecuadas -ora consintiendo, ora obligando, entre ayes y suspiros-, llegaba un momento en que el victorino se rendía al poderío del matador, tomaba la muleta -podía ser por el lado derecho- y Ruiz Miguel corría la mano llevándolo embebido en el ritmo circular del pase en redondo. El público al contemplar aquello, saltaba de sus asientos, y no necesitaba ver más para entregarle sin reserva alguna el triunfo. Pero Ruiz Miguel, agotando las más insospechadas piruetas de lo inverosímil, se echaba la muleta a la izquierda y volvía a empezar la pelea, ahora para dominar al toro por ese lado, obligarle a embestir con humillada rectitud y ligarle pases, ¡y lo conseguía!
Luego, las cualidades toreras de Ruiz Miguel se desvanecían cuando -rara vez, por cierto- le salía el torillo insignificante y bobalicón que les valía a las figuras para mantener su liderazgo, y entonces aprovechaban los taurinos para descalificarlo y divulgar que no daba la talla. Y, de paso les servía para descalificar al público de Madrid, por encumbrar a un diestro de tan rústico corte e inspiración escasa como Ruiz Miguel. Obviamente era injusto y capcioso. Ruiz Miguel, en sus años de plenitud, fue un gran torero, y ejemplar la afición madrileña por haberlo sabido apreciar y reconocerlo públicamente, sin prejuicios ni complejos. Lo penoso es que, al retirarse del toreo con manifiesto propósito de no regresar nunca -al menos así lo estuvo declarando a cuantos le quisieron preguntar-, sólo estuvo un año ausente, volvió, y dio la impresión de que se había convertido en un diestro decadente. La afición de Madrid le recibió con frialdad y rechazó su toreo estereotipado, que a veces parecía caricatura de sí mismo.
Joaquín Vidal
Fotografías subidas a tuiter por Iván Colomer |
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