Uno de los inconvenientes con que tiene que luchar el
picador para reponerse, en caso de venir a tierra, es su pesada indumentaria,
no obstante haber sido perfeccionada, pues la mona que hoy usan, pesa bastante
menos kilos, que las que utilizaban los antiguos picadores; y nada hay que
decir acerca de este particular, una vez que la referida mona llena su objeto.
El que los picadores vistan toscamente y con tanto embarazó de sus miembros,
sin disponer de su persona en casos apurados, tiene explicación recordando las
pesadas armaduras que para este y otros lances de lucha usaban los antiguos
caballeros, y, por consiguiente, los primeros adalides de la tauromaquia.
Estando en el suelo
el picador tiene que saberse tapar con el jaco, pues no siendo precavido y listo
corre gran peligro. Debe tratar a toda costa caer reunido con el caballo,
formando con éste, como si dijéramos, un solo cuerpo, cosa que rara vez ocurre
hoy, porque los picadores antes de poner la vara desestriban el pie izquierdo,
siendo así que no deben hacerlo hasta el momento que el hombre, dominado por el
toro, prevé la caída; y lo que es peor aún, también sacan del estribo el pie
derecho, y al perder el punto de apoyo, claro es que los veamos caer sobre el
toro. Se explicaría llevaran más corta la acción del estribo izquierdo que la
del derecho, para cargar todo su cuerpo sobre este último pie, pero en modo
alguno lo que hacen.
Antes eran frecuentes
las caídas de latiguillo en toda regla, recibiendo el golpe en la espalda el
picador y sobre sí el caballo muerto o herido; mientras que ahora vemos
siempre, o la mayoría de las veces, caer por un lado el caballo y por otro al
picador. Todavía hubiérase justificado, en parte, cuando se lidiaban toros con
la edad reglamentaria y todo su poder, que los picadores se hubieran
aprovechado de estas artimañas, evitándose así caídas tan peligrosas como son
aquellas en que el hombre se carga el caballo; pero hoy que las reses que se
juegan no tienen poder para suspender en el aire al caballo y que las caídas
son por tiempos y suavemente, lo de desestribarse los picadores no tiene
explicación, una vez que corren más peligro cayendo al descubierto, que
reunidos con el caballo, que sirve para taparse. Otro tanto decimos de aquéllos
que son derribados y en lugar de permanecer quietos, pegados a la tierra, a fin
ele no llamar la atención del toro, ruedan por la arena buscando el auxilio de
los monosabios para que los ayuden a levantarse; estando aún el toro próximo y
envalentonado con el trance que acaba de llevar a cabo, la defensa del picador
en aquellos momentos está precisamente en permanecer quieto y arropado con el
caballo, pues sabido es que las reses derrotan siempre en el objeto que tienen
más próximo y cuando éstos son dos, en el de mayor tamaño.
Al caer el picador
debe procurar a toda costa que entre él y el toro quede siempre el caballo; no
trocarse en la caída, esto es, no quedar con la cabeza hacia las ancas del jaco
y los pies hacia el cuello; pues estas caídas son malísimas, porque se está
expuesto a recibir coces en la cara y a que se incorpore el caballo quedando en
el suelo el jinete; para evitar lo cual, el diestro agarrará la rienda lo más
cerca que pueda del freno de la brida, a fin de sujetar al jaco, tapándose con él;
como igualmente sacará, pero esto al caer, los pies de los estribos para no
quedar enganchado y que lo arrastre el caballo en el caso de incorporarse éste.
En las caídas sobre
las tablas, que solamente deben ocurrir por no poderlas evitar el diestro cuando
el toro sea tan bravo que hiciere regatear al caballo hasta ellas. En este caso,
rara avis, cuidará el diestro de poner su costado hacia los tableros, porque el
golpe recibido así, además de no ser tan peligroso, evita el porrazo en la
cabeza, del que no es fácil librarse al dar con la espalda en la barrera; y
jamás, mejor dicho, sólo en casos muy extremos, ha de soltar de la mano su
defensa el varilarguero, porque puede servirle en todo trance apurado; y antes
de pasar a otra cosa, repetiré aquí lo dicho en distintas partes del libro. El
picador tiene derecho para exigir le sean facilitados caballos de su plena
confianza, que sean avisados de boca, prontos en todas las salidas, y no
marmolillos que no pueden con los remos, pues ya los jinetes, antes de buscar
la suerte, se cuidarán de bajar el lomo para manejarlos mejor —agarrarse a la
tierra dicen los picadores— y de taparles el ojo derecho; el dejarlos
sin vista por completo es de gran perjuicio, pues además de no ver el caballo
dónde pisa, tiene el inconveniente, al ir veloz, de dar un tropezón contra las
tablas.
El texto es de Antonio Fernández de Heredia, Hache, en su Doctrinal Taurómaco (1904). Las fotos son del archivo de Baldomero y Aguayo.
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