Recientemente hemos escuchado a Manolo Molés diciendo que andan mirando la posibilidad de televisar la feria de Ceret, de cuadrar el calendario laboral de su equipo técnico para poder ofrecer este ciclo. La noticia me cayó como un jarro de agua fría. No estoy especialmente en contra de las corridas televisadas, pero si hay un lugar que no se presta a las trivialidades de la caja tonta es Ceret y su feria torista. Esta pequeña plaza situada en la falda del Pirineo Oriental, cuyas primeras estribaciones se observan desde algunas localidades, es un lugar mágico para el aficionado a toros, y perdonen la cursilada del adjetivo, pero es la definición más certera. Aficionados llegados de todos los rincones del orbe peregrinan hasta Ceret a fin de reencontrarse con su fe, igual que los devotos caminan hasta Santiago de Compostela en busca de su verdad interior. No resulta complicado toparse con colombianos, mexicanos, italianos, alemanes, ingleses y, por supuesto, españoles y franceses. Aficionados selectos, entusiastas del auténtico toro de lidia, se concentran en unos tendidos que, como todas las plazas con encanto, obligan a pagar el tributo de la incomodidad. En pocos lugares se da el caso de que la inmensa mayoría de los asistentes sean verdaderos aficionados, de ahí que las reacciones por los avatares que surgen en el ruedo sean inimaginables en el resto de plazas a las que estamos acostumbrados. Verbigracia Madrid, donde hubo un tiempo en el que los aficionados superaban en número al público ocasional, pero estamos hablando de hace muchos años, seguramente décadas. El toro es el eje, y para que un ejemplar sea arrastrado entre honores es condición sine qua non cumplir en el tercio de varas como corresponde a los de su estirpe; siendo que se valora con más estima el avisado que pone a prueba el valor del espada en cada lance que el almibarado que se presta a faenas largas, porque allí lo que interesa es el toro y no la mona. Hay un equilibrio cuasi perfecto ponderando lidia y lidiadores, a veces benevolente, a veces severo y, de vez en cuando, surge alguna voz sarcástica e indolente que recuerda a los de abajo quiénes son los que mandan. Se cuida hasta el mínimo detalle, hay vestimentas regionales, se exhiben los toros, se anuncian los caballos, tertulias... y todo ello aderezado por la banda tradicional, la Cobla Millenaria, que proporciona a la corrida un aura inconfundible. El rito llevado a su punto culminante.
Ceret es un pequeño rincón soñado por el aficionado y, llegados a este punto, entenderán que no es de recibo que la televisión profane uno de los lugares que cuidan con más esmero la fiesta de toros, que lleguen allí Molés y su corte a hacer de Ceret una cosa banal, rompiendo nuestras ensoñaciones. Los toros son un espectáculo que solo se puede percibir en su totalidad in situ, la vida del hombre está en juego, y la televisión no hace otra cosa que mixtificar. La mejor feria torista del mundo no merece las sandeces de David Casas y Caballero, ni que llenemos las redes sociales de comentarios cainitas. Como en los templos monumentales, las cámaras y las grabaciones han de estar vetadas. El que quiera vivirlo que vaya. Y aunque no pueda ir, aunque me ahorre dinero viéndolo en el sofá, que se quede sin emisión, prefiero que los aficionados me lo cuenten en sus crónicas. Dirán que peco de romántico, que hay dinero en juego, ¿pero acaso hay mayor romanticismo que el encarnado por la ADAC durante todos estos años?
Un garrochista, Francisco de Goya y Lucientes (hacia 1795)
El primer catálogo del Museo Real, de 1821, incluyó ya el
cuadro, descrito entonces como "Retrato de un picador a caballo". La
radiografía realizada en 1986 reveló una composición subyacente distinta,
desvelándose como boceto incuestionable para un retrato ecuestre de Manuel
Godoy, cercano al único conocido hasta entonces, en colección privada
americana. Se reconoce con claridad la banda de la Orden de Carlos III, que le
fue concedida a Godoy en 1791, y el tricornio de comandante de los guardias de
Corps, grado que recibió junto al de duque de Alcudia en 1792. Se tienen
noticias, sin embargo, de que Goya preparaba un retrato ecuestre de Godoy unos
años después, en el verano de 1794, que pudo llegar a pintar, aunque no ha
llegado hasta nosotros, tal vez por la destrucción de numerosos retratos del
Príncipe de la Paz tras el Motín de Aranjuez.
La procedencia real del Garrochista hace aún más enigmático
el repinte de la primitiva figura y la sustitución por una imagen de género. Es
posible que Goya retocara el cuadro, de pequeño formato, después de 1808, para
salvarlo de la destrucción durante el período del reinado de José I, durante el
cual él siguió siendo pintor de cámara, o bien al ingresar en el Real Museo en
1819. La imagen subyacente está utilizada con indudable maestría, aprovechando
y al mismo tiempo disimulando los trazos originales, tanto en el caballo y la
silla de montar como en el jinete. En el paisaje se añadieron los toros a la
derecha, integrados con pinceladas que unen a la perfección unas zonas con
otras, y las nubes a la derecha recortan ahora la nueva silueta del picador
ocultando el uniforme característico de Godoy.