Como estudiosa de la Fiesta,
¿hasta dónde llega el alcance cultural de los toros?
Personalmente, asistir a
una corrida de toros es, en sí, una actividad tan cultural como ir al teatro o
la ópera. Los toros son una escuela de tolerancia, de respeto, pero también de
exigencia. Suscitan inquietud, entusiasmo, emoción. Enseñan a aceptar la desilusión,
a contemplar el fracaso y el triunfo como dos caras de la vida misma.
¿Qué riqueza resaltaría de la Fiesta?
Su
variedad: no se puede esperar lo mismo de una corrida en Sanlúcar que en
Bilbao. En Bilbao se exige más, aunque en Sanlúcar parte del público pueda
saber más de toros que en Bilbao, pero va con otro ánimo y tiene otra personalidad.
Está además la cuestión de la ruralidad, del contacto con el campo, del entorno
taurino natural de las tierras gaditanas. Y esos son matices que enseñamos a
los niños de mi familia, también a observar al público y sus reacciones: nadie
engaña a un andaluz y a otros hombres de regiones ganaderas sobre las
cualidades y los defectos de un toro o de una faena. Puede ser amable, aplaudir
y hasta pedir muchas orejas, pero él sabe perfectamente qué ha pasado en el
ruedo. Por eso entiendo que hay que ver campo, es imprescindible para preservar
la Fiesta, su sentido profundo. La relación campo-ciudad es un elemento clave
de la propia existencia histórica de las corridas de toros.
Para Francis Wolff, la ética de
la corrida se sustenta en el concepto de bravura. ¿Comparte esa idea?
Sí, la
corrida se sustenta en el concepto de bravura, necesario, indispensable, pero
no lo es todo, también está el hombre. El primer requisito ético consiste en
exigir del toro lo que por su naturaleza seleccionada puede ofrecer: integridad
dentro de su morfología propia y bravura. Estas condiciones irán sazonadas,
según la estirpe y el individuo, con cualidades y defectos que pondrán a prueba
al torero, cuyo valor es el corolario natural de la bravura del toro. Tan necesarios
son lo uno como lo otro y la corrida se sustenta en ambos. Un torero no podría
torear a un ciervo y un bravísimo toro sin torero delante no serviría ni para
una feria de ganado; con el trapío le bastaba para la exhibición. El hecho de
que un hombre exponga su integridad frente a un toro es la mejor justificación
ética de la Fiesta. Por muy voluntaria que sea la entrega de un torero y por
asumido que esté el riesgo que conlleva, sigue siendo tremendo asistir a un
espectáculo así y ahí reside toda su grandeza ética: en el doble sacrificio. El
del toro porque el toreo es la finalidad de su existencia misma y en el del
torero porque, con su libre albedrío, acepta la eventualidad de lo inaceptable
para cualquier humano: su propia muerte.
Doctora en Filología Hispánica y
profesora titular de la Sorbona en París
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