Cuando el Guerra dio la orden a sus picadores para dejarse de tando picotazo inútil y caldear severamente el morrillo de los toros, el II Califa cordobés ya había hablado con el público, conocía sus demandas. No se trata de ninguna casualidad. De este modo, los toros permitían más lucimiento en el tercio postrer, y a partir de ese momento se empezó a vislumbrar la lidia moderna. Es algo que todo el mundo conoce en esto de los toros, la comidilla de todas las tertulias, la frase de todos los reportajes ganaderos, el recurso del espada en apuros: Lo que demanda el público. Ha sido así desde siempre; el Pasmo de Triana, por ejemplo, a nadie se le ocurre pensar que su quietud hierática y su toreo de brazos que tanto marcó en adelante fuese cosa suya, fruto del toreo empírico fraguado a la luz de la luna y una personalidad fuera de lo común. De ninguna manera. El Pasmo, como todo el mundo sabe, era un hombre inclinado a las relaciones sociales intelectuales, por ello estaba bien informado de lo que demandan los públicos. Algo parecido ocurrió con José, cuando se puso a encadenar muletazos en redondo, uno detrás de otro. Era tal la demanda del público por estas nuevas formas que tuvo que proyectar las plazas monumentales con capacidad para decenas de miles de publicos.
Los ganaderos, advertidos por la demanda del público, qué duda cabe, seleccionaron un toro propenso al tercio de muleta, de tal modo que llegó el IV Califa de Córdoba, Manuel Rodríguez, y, alentado por la demanda del público, sublimó el arte del toreo con la perfección que hubieran soñado para sí los genios sevillanos de Gelves y de Triana, combinando ligazón, técnica y temple en el espacio de un baldosín. Pero el público soberano nunca se contenta, quiere más, por eso demandó a Dámaso la faena de ciento cincuenta muletazos cantados por el graderío; y a Ojeda, la invasión de terrenos reduciéndolos a cero, brotando por aquellos años 80 el fabúloso y espléndido pase circular, en todas sus modalidades.
Andando el tiempo, pasados ya los años en los que el público demandaba el toro elefante que no dejaba de caerse, llegamos a nuestros días, en los que el público demanda el toro que da coces en los jacos, la lidia rápida y al relance, los primeros tercios inexistentes... y faenas de muleta largas, muy largas, cuanto más largas mejor, sin importar como se ejecute la suerte de matar.
Solo hay que entrar en una taberna en un día de toros: "Muy buenas, ¿es usted el público? / Sí, soy yo, qué desea / Dígame, qué espera de la tarde / He venido a divertirme / ¿Y qué le divierte, ver al servicio de carpintería de plaza arreglando burladeros, los toros arráncandose fogosos a todas las provocaciones? / Pero qué diantres dice usted, está loco; he venido a ver cómo cortan orejas los coletas, eso es lo que me interesa / Es complicado, tenga en cuenta que esta es una plaza exigente / ¡Que va! El torero solo tendrá que prolongar la faena hasta la extenuación, sin necesidad de usar la mano izquierda, culminando con unas buenas manoletinas o circulares, cruzando miradas con los tendidos, una estocada efectiva y toda la cuadrilla empleada en derribar con celeridad al animal. Es sencillo / Tiene usted razón, cómo no se me había ocurrido. Que pase una buena tarde / Pero oiga, espere / Dígame / Al toro, si colabora con el torero, lo vamos a indultar por bueno, no se piense que nos olvidamos del animal / Ah, bien... / Los animalistas nos lo agradecerán / Ya me imagino... / Lo ve, anímese, va a ser una gran tarde / Que así sea. Gracias, buenas tardes / Adiós amigo".
Solo hay que entrar en una taberna en un día de toros: "Muy buenas, ¿es usted el público? / Sí, soy yo, qué desea / Dígame, qué espera de la tarde / He venido a divertirme / ¿Y qué le divierte, ver al servicio de carpintería de plaza arreglando burladeros, los toros arráncandose fogosos a todas las provocaciones? / Pero qué diantres dice usted, está loco; he venido a ver cómo cortan orejas los coletas, eso es lo que me interesa / Es complicado, tenga en cuenta que esta es una plaza exigente / ¡Que va! El torero solo tendrá que prolongar la faena hasta la extenuación, sin necesidad de usar la mano izquierda, culminando con unas buenas manoletinas o circulares, cruzando miradas con los tendidos, una estocada efectiva y toda la cuadrilla empleada en derribar con celeridad al animal. Es sencillo / Tiene usted razón, cómo no se me había ocurrido. Que pase una buena tarde / Pero oiga, espere / Dígame / Al toro, si colabora con el torero, lo vamos a indultar por bueno, no se piense que nos olvidamos del animal / Ah, bien... / Los animalistas nos lo agradecerán / Ya me imagino... / Lo ve, anímese, va a ser una gran tarde / Que así sea. Gracias, buenas tardes / Adiós amigo".