En el día primero de este mes se cumplieron 50 años
de la muerte de gran cordobés Rafael Molina, Lagartijo. No seremos ya muchos
los que podemos decir que le hemos visto torear.
Cuando yo pude verle, yo estaba en lo que
pudiéramos llamar su segunda época. A los bríos y arrogancia juveniles, que no
le faltaron, según atestiguaban los que le habían conocido antes, había
sucedido en su arte una laudable prudencia, y había que esperar una corrida y
otra para que algún destello de aquellos bríos y arrogancias nos diera
testimonio de que había existido. La sabiduría, eso sí, se mostraba siempre,
que la sabiduría resplandece más clara en la prudencia que en la temeridad. Lo
difícil en la prudencia es dosificarla. Cargada la dosis, puede confundirse con
el miedo, peligroso sucedáneo de la prudencia, y recargada con la
despreocupación, que puede llegar a la desvergüenza. Lagartijo no dosificaba
siempre con mesura estos ingredientes.
Por este preámbulo habrá comprendido el más
torpe que yo, en aquel tiempo, era frascuelista como casi todos los madrileños.
Frascuelo era el torero del pueblo y de la aristocracia. Lagartijo el de la
clase media. En honor a la verdad, los frascuelistas éramos más transigentes y
comprensivos. Aplaudimos a Lagartijo en sus tardes triunfales y no éramos los
que más nos enfadábamos en sus tardes desdichadas. Los lagartijistas, en
cambio, rara vez aplaudían a Frascuelo y se lo negaban todo, hasta el valor,
que para ellos era ignorancia o barbaridad.
Lagartijo, como todo artista genial, era
inesperado y sorprendente. Con un toro claro, fácil, cuando se podía esperar
una brillante faena estaba desdichadísimo. Y con un boyancón, marrajo y duro,
cuando todo el mundo pensaba:
–Aquí va a ser ella.
Lagartijo con su arte supremo, hacía del buey
lo que le daba la gana y volvía locos a sus partidarios y le aplaudíamos los
frascuelistas. Su habilidad como estoqueador era proverbial. Las medias
estocadas de Lagartijo han pasado a la historia. Con su habilidad de
banderillero arqueando el brazo, cuarteando, acertaba a colocar el estoque en
tan buen sitio, que con menos de media estocada bastaba para dar muerte al
toro.
Como banderillero, eso sí, era maravilloso. El
que no haya visto banderillear a Lagartijo no ha visto banderillear. Era, como
decía Fray Luis de León del estilo de Santa Teresa, la misma elegancia. En el
toreo de capa también era extraordinario. De sus largas también se llevó el
secreto. Entonces no se prodigaba el toreo de capa. Con haber visto muchas
veces a Lagartijo, creo que sólo dos o tres veces le vi abrirse de capa y
torear por verónicas y navarras. Los quites los hacía casi siempre a punta de
capote. Se ha hablado mucho de la elegancia de Lagartijo, el quid de su
elegancia consistía en que, si alguien le hubiera dicho que era elegante, él
hubiera preguntado:
–Y, ¿qué es eso?
Por eso era elegante, sin asomos de afectación.
Para muestra de cómo han sido siempre los
aficionados a toreros, no a toros, y hasta dónde llegan sus apasionamientos,
parecía lo natural y lógico que al retirarse Lagartijo sus partidarios lo
fueran del Guerra, que era su continuador y discípulo más cualificado, con la
ventaja de ser joven y repleto de facultades. Pero como los lagartijistas no
perdonaban al Guerra que por él hubiera anticipado Lagartijo su retirada, todos
se hicieron esparteristas. El toreo y el arte de Espartero que era lo más
opuesto a los de Lagartijo, que le calificó de un muerto vestido de máscara.
Con esto está dicho de lo que tendría Lagartijo el toreo del Espartero.
Algo parecido ocurrió con los partidarios de
Ricardo Bomba. También fuera lo natural y lógico que hubieran trasladado sus
entusiasmos a Joselito; pero como también creían que por Joselito había
anticipado bombita su retirada, trasladaron sus amores a Belmonte, que se
parecía a Ricardo como el Espartero a Lagartijo.
De la competencia entre Lagartijo y Frascuelo
tengo un vivo recuerdo. En una temporada de Madrid no había figurado Lagartijo
en el cartel de abono y sí Frascuelo. Los lagartijistas aprovechaban cualquier
ocasión de aburrimiento para gritar en la plaza:
–¡Viva Córdoba!
En un día de San Bernardo había habido en
Aranjuez una corrida de toros de Veragua, con Lagartijo y Guerrita como
matadores. Lagartijo mató los cuatro primeros toros y Guerrita, que aún no
había tomado la alternativa, los dos últimos, en clase todavía de novillero.
Los dos estuvieron muy lúcidos, y Lagartijo tuvo una de sus mejores tardes de
sus últimos tiempos. Al día siguiente era domingo, había corrida en Madrid y
toreaba Frascuelo. Los toros eran de don Félix Gómez. Unos toros que ahora
parecerían cosa del otro mundo. Desde el principio de la corrida, los
partidarios de Lagartijo, envalentonados con el triunfo de su torero en
Aranjuez en el día anterior, prodigaron "¡viva Córdoba!". Llegó la
hora de matar al primer toro. Frascuelo mandó retirarse a la cuadrilla. Se
quedó solo, llevo al toro al centro de la plaza y con tres o cuatro muletazos
de aquellos duros, secos, de su especialidad, lo dejo cuadrado. Lió la muleta,
como era su costumbre y cerca, muy cerca, y despacio, muy despacio, como si el
toro fuera un enemigo personal, como en un duelo a muerte, se dejó caer con el
más formidable volapié que puede soñarse. El toro rodó, como en el romance se
dice:
Los pies que la tierra hería
vuelven sus plantas al cielo.
En toda la tarde no volvió a oírse un
"¡viva Córdoba!".