Antonio Peña y Goñi (1846 - 1896)
Desde que empecé con la aventura de este blog tenía la idea de reflejar aquí lo sucedido en la despedida de Rafael Molina, Lagartijo, nada menos que después de actuar en Madrid 412 tardes (frente a las 354 de su gran adversario en los ruedos, Frascuelo). Similar a lo que pasó con Gallito, la última comparecencia de Lagartijo en Madrid acabó en bronca, en vilipendio y en cuasi agresión contra el espada. Hay que hacer un gran esfuerzo por conocer los aspectos históricos y sociales de aquella época, la fiesta de toros en Madrid y su idiosincrasia, y todavía será de gran complejidad comprender lo sucedido en el adiós del espada cordobés de una afición que lo había querido más que a nadie -al menos tanto como a Frascuelo- y que lo había visto más que a nadie.
Dejo a continuación las impresiones de un frascuelista declarado como era Antonio Peña y Goñi, recogidas en la biografía sobre el Guerra. La pluma altisonante y metafórica del escritor donostiarra, propia de la época, nos transporta a aquel jueves, primero de junio de 1893, así como los aspectos más relevantes que rodearon a tamaño acontecimiento. Queda pendiente, para otra ocasión, aportar la opinión de alguno de los lagartijistas más eminentes, verbigracia, Mariano de Cavia o Luis Carmena y Millán, y así contrastar las opiniones de cada bando.
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Antonio Peña y Goñi, "Guerrita", publicaciones del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba, 1987, págs. 147-156.
El día elegido por Rafael para
despedirse del público madrileño y torear por última vez, era el 1º de junio de
1893, día del Corpus.
¡Singular coincidencia!
Lagartijo exhibía por postrera vez su entidad torera, Corpus Tauromachiae, el mismo día que la Iglesia Católica ensalzaba
la memoria del Redentor, Corpus Christi;
doble solemnidad que iba a crear gloriosísima efeméride en la historia de la
estupidez humana en general y particularmente en los fastos de la estupidez
madrileña.
Sólo la pluma de Barbey d'Aurevilly,
el cáustico autor de Les ridicules du
temps, podría haber comentado el «documento social» que ofreciera entonces
a las meditaciones del crítico la villa y corte de todas las Españas.
Ocurrió, pues, como se ha
visto, que, fortuito encuentro o voluntaria y premeditada determinación, Rafael
había elegido para su última despedida el día 1º de junio, que coincidió aquel
año con la festividad del Corpus, cuya procesión se verificaba desde hacía
pocos años por la tarde, merced a concesión especial del Padre Santo.
Por la tarde debía, pues,
llevarse a efecto la procesión citada y así quedó acordado y se anunció de una
manera oficial.
Ahora bien, la hora fijada
para la gran corrida era las cuatro, y las cinco en la que había de salir la
procesión. ¡Calcúlese el efecto que produciría en el devotísimo pueblo de
Madrid aquella noticia estupenda!
A la procesión o a la plaza:
tal fue el dilema que amenazó a los piadosos madrileños y la indescriptible
zozobra que hizo en ellos presa al verse entre la espada y la pared. Por un
lado, el Cuerpo del Señor, por otro el Alma de Lagartijo. No había escape: a la
religión católica o a la religión taurina, a los curas o a los cuernos, a
gritar ante el Santísimo ¡viva Jesús!; o a gritar ante una larga ¡viva Rafael!
Que no se me llame blasfemo;
que no se me acuse de insultar las arraigadas creencias, la fervorosa piedad,
etc., de la nación hispana; que nadie juzgue mi conducta como la de un protervo
que desea minar los sacrosantos dogmas del catolicismo. Pega, si quieres, ¡oh
lector! pero escucha y prosigamos.
Aquel pavoroso dilema, aquella
espada de Damocles que pendía sobre el azorado Madrid, dándole a elegir entre
la procesión del Corpus y la despedida de Lagartijo, tenía que caer sobre la
una o la otra cabeza, sobre la del Obispo o sobre la del matador de toros.
La lucha fue corta, la
religión católica comprendió enseguida que no le era posible luchar con la
religión taurina, previó la espantosa soledad que amenazaba a la procesión del
Corpus y dispuso que se verificase por la mañana.
Sueltos oficios mandados por
la autoridad eclesiástica (esto no me lo ha contado nadie, lo vi yo mismo) a los
principales diarios de Madrid y en los cuales se trataba de atenuar, en vano,
los motivos de aquella incalificable abdicación, destruyeron la angustia del
religiosísimo pueblo madrileño e hicieron que el júbilo brillase en todos los
semblantes.
Ya no había cuidado: la
procesión no estorbaría en lo más mínimo a la corrida; el Sacramento del Altar
se inclinaba humildemente ante el Sacramento del Toreo, y le decía: ¡pase
usted!
Por la mañana a la iglesia, a
recibir el Señor; por la tarde a la plaza, a aguantar a Rafael. Y la procesión
se verificó por la mañana y la corrida se celebró por la tarde.
Así acabó aquella farsa
monstruosa, así acabó aquél sainete de la hipocresía que puso de manifiesto una
vez más ese adorable fondo de fervor católico que consume lentamente a la
capital de la nación, sin perjuicio de banderillear los toros que le
correspondan, quiero decir, sin perjuicio de mostrar al desnudo, cuando la
ocasión se presenta, los vicios que le afligen en su lamentable decrepitud.
La corrida de los toros vino
aquel día precedida de la corrida de las letras; la literatura se anticipa a la
tauromaquia e iluminó espléndidamente los albores de Waterloo. Hubo quien
comparó a Lagartijo con Homero, Miguel Ángel y Shakespeare; hubo quien, para
cantar las glorias del Califa, pidió auxilio a las musas de Castelar y Núñez de
Arce, a las paletas de Rosales y Pradilla; el nombre del héroe cordobés irradió
sobre Madrid como el de Radamés, vencedor de los etíopes, sobre los muros de
Tebas; y, lo mismo que el Faraón de Verdi, el pueblo del oso y del madroño,
elevó sus brazos solemnemente y dijo a Rafael: Salvator della patria, io ti saluto!
A todo esto, Sierra Morena
había trasladado sus reales a la corte; los billetes andaban por las nubes;
Harpagón y Shylock venían a echar la última redada y apretaban a pedir de boca
los tornillos.
Diez mil duros —cuatro mil más
que Salvador—, había pedido Lagartijo a la empresa por el acontecimiento. Así
es que el papel se cotizaba a precios exorbitantes y los revendedores eran
dueños de la situación. Las protestas llegaban al cielo, pero los bolsillos se
vaciaban al fin; se pegaba, pero se pagaba; quod
erat demostrandum.
Cuando llegó la tarde, nada puede dar idea del aspecto que presentaba la calle de Alcalá. Un sol de pura cepa lagartijista, radiante de luz, vestido de gala, toreaba a Madrid, jugueteaba con la villa y corte, dando recortes y medias verónicas, rascándole el hocico y rematando las monerías con una larga maravillosa que lo llevaba como un borrego hasta la plaza de toros.
La anchurosa vía de la calle
de Alcalá era insuficiente para contener el sinnúmero de vehículos: ómnibus,
tranvías, simones, tartanas, jardineras, breaks, landós, victorias, mylords,
que se amontonaban y comprimían allí, como en feria rodada, y se dirigían al
templo de la carrera de Aragón.
Las madrileñas habían echado
el resto, lo mismo que las hembras del bronce; las mantillas blancas, las de
casco y madroños se rozaban con los mantones de Manila; y, allá arriba, en las
imperiales de los ómnibus, la gente estudiantil bombardeaba con sus piropos a
tirias y troyanas, gritando y gesticulando sin cesar.
Al lado de aquella juventud
desquiciada que saturaba el ambiente de una alegría robusta y pegajosa, veíanse
pasar al diplomático en su coche, al ministro, al diputado, al senador,
confundidos todos en la oleada humana, gotas de agua que venían a engrosar
aquel día el océano del lagartijismo y se aprestaban a dar lucido contingente a
la apoteosis de Rafael.
¡Viva Lagartijo! era el grito
que se presentía hasta en las vibraciones del aire. ¡Vítor al Califa!; parecía
exclamar el sol, inundando con sus rayos aquella inenarrable escena, aquel
rodar de coches y bullir de gentes que envolvía al nombre del maestro en
frenética aclamación.
A las cuatro la plaza era un
hervidero, trece mil almas apiñadas, una embriaguez de color, un derroche de
garbo indígena, de madrileña sal, que partía los corazones. Cuando tocaron al
despejo y se vació el redondel, hubiérase dicho que se ensanchaba, que adquiría
colosales proporciones para recibir dignamente al gran torero que iba a pisarlo
por última vez; y cuando se abrieron las puertas por donde salen las cuadrillas
y sonaron los primeros acordes del pasodoble, jamás ha caído sobre la plaza de
Madrid galerna de aplausos y de vítores semejantes a la que produjo la
aparición de Rafael.
Los años lo habían comprimido
considerablemente; la cara se había achicado, surcada de arrugas, tostada por
veinticinco años vividos al sol, y asomaba bajo la montera como una mancha
negra en la cual se destacaba la fina arista de la nariz.
Marchaba solo, al frente de la
cuadrilla, lentamente, con el capote de paseo que le cubría medio busto y le
ceñía la cintura; y el cuerpo todo se movía con su adorable pereza, con su
característico abandono, mientras el brazo derecho se balanceaba a compás.
Las aclamaciones del público
lo acompañaron mientras duró el paseo, y lo envolvieron como una onda de cariño
y de admiración. Aquel conmovedor saludo representaba el testimonio envidiable
del respeto y de la gratitud de un pueblo, el último adiós dado al maestro por
dos generaciones que habían puesto todo su entusiasmo y toda su actividad al
servicio de la causa lagartijista, y representaba al propio tiempo un mundo de
esperanzas, al afán de dedicarle en su despedida un homenaje digno del
incomparable diestro que había logrado cautivar las voluntades, esclavizar los
corazones y dejar en los anales del toreo un nombre inmortal.
Aquel saludo rememoraba una
historia, traía a la mente una etapa memorable de la vida, los ardimientos de
cien batallas libradas en el campo en que el héroe se presentaba para no
volverlo a pisar.
Había, por lo tanto, una ansia
loca de palmas, el prurito de promover una manifestación nunca vista en loor de
Lagartijo, algo que dejase atrás todo lo precedente y sellase con timbre
inmarcesible de gloria la carrera de Rafael. Los menos optimistas, los que conocían
al maestro y sabían a qué atenerse con respecto a sus facultades y a su arte de
lidiar, esperaban que en el transcurso de la corrida no le faltaría una
ocasión, una tan sola, que le permitiría confiarse y recordar brillantemente
los días del pasado, haciendo olvidar al público los enormes sacrificios que
implicaba la fiesta.
Y en verdad que hubiese
bastado eso para conseguir el fin que se perseguía, y dejar recuerdo perdurable
de la retirada de Rafael. En toda la plaza se presentía un exceso de cariño, un
acopio previo de entusiasmo que no necesitaba más que leve pretexto para
estallar; había en el público esa tensión nerviosa que precede a los grandes
accidentes y necesita salida franca para evitar una congestión.
Digámoslo de una vez: que
Rafael matase bien un toro, nada más que un toro; todo el problema estaba ahí.
La faena del maestro hubiese traído el desahogo del público; las manos se
hubiesen roto, las gargantas se hubiesen deshecho, los corazones se hubiesen
vaciado, cuantos agasajos le llevaban sus admiradores hubiesen sembrado la
plaza, y la maestría de cinco minutos hubiese hecho olvidar las deficiencias
todas, por grandes que fueran, de la corrida entera.
Esta era la situación de
Rafael Molina cuando el presidente agitó su pañuelo, sonaron los clarines y el
primer toro del Duque de Veragua se presentó en el redondel.
No quiero ser hipócrita, no
quiero cubrir a Lagartijo con un manto indigno de su fama, el manto de la
compasión. A los muertos se les deben las verdades y yo se las quiero cantar a
Rafael Molina.
Ocurrió en aquella corrida
desastrosa, digno pendant de la de
Bilbao, que el hombre se sobrepuso al lidiador, que Harpagón pudo más que
Lagartijo y que el peso de ciento veinticinco mil pesetas que había en el
bolsillo de Rafael aniquiló sus escasas facultades, destruyó los restos de su
voluntad y le hizo huir de los toros como alma que lleva... veinticinco mil
duros.
Francisco I dijo en Pavía: «Todo
se ha perdido menos el honor». Lagartijo pudo decir después de la corrida del
1º de junio: «Todo se ha perdido menos la luz».
La luz se salvó, en efecto;
los diez mil duros de la corrida de Madrid fueron a engrosar la considerable
cantidad que habían producido las otras despedidas; pero la gaveta ganó lo que
perdió la honra del torero, y bastaron tres horas para que el usurero arrojase
una mancha indeleble sobre la historia del lidiador.
Mancha indeleble, en efecto,
el amor propio por los suelos, la dignidad profesional desecha, veinticinco
años de carrera brillantísima oscurecidos para siempre, la efeméride de la
gloria final que hubiese irradiado sobre una vida llena de triunfos, convertida
en odiosa fecha que nadie se atreve a recordar; esa fue la última despedida de
Lagartijo, terrible venganza de la religión vencida sobre el torero vencedor.
Logró matar el primer toro con
prontitud relativa, por lo cual escuchó algunos aplausos; pero desde aquel
instante la corrida fue la más horrible e inexplicable de las decepciones, algo
inverosímil por lo malo, una serie de vergüenzas que el público no podía ni
quiso tolerar.
Desde la muerte del tercer
toro se acentuó la catástrofe. Hasta entonces se había contenido trabajosamente
porque se alimentaba la esperanza de que Lagartijo sacudiese su apatía y
volviese en sí, a la vista de aquella inmensa masa de admiradores que no
esperaba más que una ocasión para aclamarlo.
Pero al observarse que toda
esperanza era inútil, al convencerse el público de que no le era posible forjarse
ilusiones, el cariño se convirtió en ira, la confianza en desengaño, la
admiración en odio, la victoria esperada en derrota total. Hay que tener en
cuenta el estado de los ánimos antes de la corrida, estado que he descrito a la
ligera hace poco, para darse idea de la reacción. Fue espantosa; las esperanzas
perdidas y los bolsillos vaciados se unieron en común protesta y barrieron al
malaventurado lidiador.
La manifestación duró hasta
que cayó el último toro, entre los silbidos y los improperios de la muchedumbre.
Como en Bilbao, Lagartijo huyó a refugiarse en su coche, pero se vio perseguido
e insultado hasta allí. La Guardia Civil a caballo tuvo que protegerlo, obligó
a retroceder al populacho, rodeó el landó y dio escolta a Rafael Molina hasta
su domicilio.
Entretanto, la gente
aglomerada en el Prado y en la calle de Alcalá, silbaba y se burlaba del
público que volvía de los toros, soltándole todo género de epítetos, «lilas»,
«primaveras», y otros más expresivos que la pluma no puede escribir. Los
aludidos oían y callaban, bajaban la cabeza, se sometían a aquel castigo y
proseguían su camino sin chistar. Y como cadencia de aquel infernal allegro, estallaban a la puerta de la
casa de Rafael los silbidos y las imprecaciones de la plebe que allí le
aguardaba para obsequiarle con la despedida final.
Por la noche, los periódicos
daban cuenta de la fantástica corrida, ensalzándolo como un héroe al principio,
tratándolo como un guiñapo después. Uno de ellos lo glorificaba en las tres primeras
planas y lo llamaba ¡ladrón! en la última. Tengo prisa por concluir este
capítulo, el más triste, ya lo he dicho antes, de mi obra, y el más
desagradable y penoso para mí. Demasiado sé que no lo creerán muchos, pero me
tiene sin cuidado.
Toreros de la talla de Rafael
Molina quedarían empequeñecidos si la crítica y la historia llorasen como
damiselas histéricas ante la tumba del maestro cordobés. Y como de todas suertes
mis lágrimas serían de cocodrilo, vale más decir la verdad y dejar que los
molestados por ella se despachen a su gusto.
Hacía falta una pluma que
encerrase en poco espacio los horrores de aquel Corpus inolvidable; una pluma
que extrajese la quinta esencia de la retirada de Rafael.
Esa pluma fue, quién lo
dijera, la de Sobaquillo. Sí,
Sobaquillo fue el encargado de enterrar al Califa, y lo enterró, efectivamente,
de un modo regio, de un modo digno del gran interfecto y digno a la vez del
incomparable anabaptista que lo había sostenido en su trono, con valentía y
tesón inquebrantables. Sobaquillo había querido acompañar al maestro en sus
despedidas, había dedicado a las de Zaragoza, Barcelona y Valencia reseñas telegráficas
llenas de ternura sin igual, habíale preparado el terreno para la última, la
grande, la de Madrid, y disponíase seguramente a terminar, el también, su obra
largatijista con alguna despedida literaria en que el maravilloso ingenio del
escritor y el cariño acendrado del amigo tejiesen a Rafael su mejor corona.
¡Y todo, todo se lo había
llevado la trampa en la fatal corrida del Corpus! El golpe era demasiado rudo
para un temperamento impresionable, temperamento de poeta; había en el popular
escritor demasiado entusiasmo tragado, un exceso de comprensión que necesitaba
desahogarse.
Ante el inesperado
derrumbamiento de tantas ilusiones, ante el naufragio de tantas y tan risueñas
esperanzas, ante aquel siniestro que acababa de arrastrar de golpe y porrazo,
brutalmente, el poema del afecto y de la admiración que ardía en el alma del
gran anabaptista, Sobaquillo no pudo más. La conciencia se irguió imponiendo
silencio al cariño, la decepción horrenda borró todo sentimiento de hipócrita
piedad, y la pluma de oro que se había plegado como una bayadera a las
morbideces orientales del estilo y había bailado tantas veces en loor de Lagartijo
la danza del vientre, se convirtió en estilete florentino y trazó valiente y
hermosa, transfigurada, sobre la tumba de Rafael Molina, el epitafio siguiente:
«Si acabó como un maleta
el que antes llegó a la meta,
no sirvan excusas vanas;
aquí yace su coleta,
Antonio Peña y Goñi, "Guerrita", publicaciones del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba, 1987, págs. 147-156.
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