Terminada la faena, el torero tiene que ir a la barrera a cambiar la espada de juguete por la de verdad, la de acero. Con eso se consiguen dos cosas, a mi juicio importantes: primera, que no se mate casi nunca cuando el toro pide la muerte y en el lugar exacto donde la pide; segunda, que el público, entre el ir y el venir del matador, salga de la situación emocional en que estaba sumido. Ese viaje de ida y vuelta, pues, no beneficia ni a la técnica del toreo ni el interés emocional de la faena. No beneficia a nadie y eso está clarísimo. La espadita de madera es algo que hay que desterrar de las plazas de toros por perjudicial. No puedo entender como Chicuelo, o Manolo Bienvenida, o Armillita, o Joselito, por ejemplo, podían con el estoque de verdad y ante toros duros y encabritados, de sangres ardientes y fuertes como castillos roqueros, y que los toreros de ahora, salvo excepciones, no tengan fuerza para sostenerla durante seis o siete minutos ante toros muchísimo menos fuertes y poderosos...
Decía
que el matador va a la barrera y cambia la espada de juguete por la de acero
templado. A veces curva ese acero contra esa barrera para comprobar que está
bien de temple. La espada brilla ante el sol de la tarde. Son los reflejos de
la muerte, porque cuando el torero se dirige con la espada en la mano hacia el
toro, alguien, toro o torero, va a morir. El rito ha sido tantas veces repetido
y lo hemos visto cada uno de nosotros tantos cientos de veces que ya no nos
damos cuenta de que acaban de tocar los clarines, de que acaban de tocar «a matar».
Guillermo
Sureda, «Tauromagia», Espasa-Calpe, 1978, págs. 66 – 67.
Emilio de Justo (desconozco autor y plaza)
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