Pero, volvamos al símbolo. Un toro
bravo simboliza el poder, la nobleza, la reciedumbre. En una palabra: la casta
(del latín, castus, íntegro). Lo contrario, lo simboliza el cabestro.
Con lo cual se comprende por qué el toro mansurrón, bastante próximo, etológicamente,
a este último, no pueda simbolizar lo ancestral.
Las consideraciones que hayan de
hacerse en torno a las características de los toros deben ir sustentadas, como
ya estamos viendo, mucho más en cuestiones de fondo, relativas al valor de lo virginal,
de lo castizo, de lo ancestral, de lo íntegro, que en otras,
también importantes, pero, en rigor, no fundamentales, como lo son las
relativas a la mayor o menor vistosidad que pueda ofrecer la lidia de un toro
en la plaza. Por desgracia, un buen número de aficionados viene haciendo
hincapié en las cuestiones meramente técnicas o alusivas a la brillantez del
espectáculo, sin plantearse siquiera la búsqueda de la razón ulterior de las
cosas.
Tal vez se trate de un síntoma del
problema general que, actualmente, padece el hombre moderno y que se podría
concretar en una sobreabundancia de opiniones que nace, en muchos casos, de una
escasez de conocimientos. La proliferación de diatribas inútiles no es, en todo
caso, algo que afecte exclusivamente al contexto del mundo taurino, sino que se
observa, también, en los restantes órdenes.
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Sensatamente, los pueblos mediterráneos
veneraban al toro, como veneraban también a diversas fuerzas naturales,
sabiendo que el comportamiento antirreligioso o, lo que viene a ser casi lo
mismo, antiecológico se traduciría en la pérdida de las relaciones de armonía
con el medio ambiente. Sobre este particular, ya en algún otro momento he
significado que, a medida que el hombre se va alejando cada vez más de la
naturaleza, comienza a interesarse, al mismo tiempo, por su conservación, y,
concomitantemente, va incorporando a su entorno más inmediato una serie de
plantas y de animales domésticos, utilizando a éstos, en unos casos, como
mascotas; en otros, como objetos de culto y, en otros más, en fin, como simples
colaboradores en la actividad laboral, o como animales de compañía. La gama es
muy variada.
La celebración de diversos actos de
culto, mediante el sacrificio de toros especialmente elegidos, sanciona la
vieja ley natural según la cual todo aquello dotado de alguna inaccesibilidad
para el hombre constituye un arcano, induce al misterio. Por el contrario, lo
excesivamente cercano acaba por devaluarse, pierde interés. En lo que al mundo
taurino respecta, la casta del toro representa lo no manipulado artificialmente
y, por ello mismo, suscita, en el hombre, una irresistible atracción, un
sentimiento de respeto, un reconocimiento de la gravedad del misterio y que
promueve la celebración del culto a través de la lidia.
Nos encontramos, por tanto, ante otra
sugestiva explicación sobre el fenómeno de la actitud de rechazo que,
instintivamente, el público adopta ante la mansedumbre, cualidad
"evangélica", considerada, generalmente, a priori, muy encomiable
cuando se trata del hombre; pero, también, estimada como rasgo indeseable en un
animal como el toro. La mansedumbre reduce excesivamente la distancia
ontológica entre el torero y el toro, al conferir a este último ciertos rasgos
de domesticidad, con pérdida de la condición prístina que es propia de un
animal bravo. Por eso, se puede
afirmar que, en el momento en que las corridas de toros dejaran de presentar la
necesaria condición trascendente, sin las debidas dosis de bravura en el toro,
y sin las debidas dosis de arte y valor en el torero, aquéllas perderían todo
interés.
Ramón Grande del Brío, El culto al
toro, Tutor, 1999, págs. 44 - 45
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