viernes, 29 de marzo de 2013

Toreros comentaristas

  Es habitual escuchar quejas por parte de espectadores y aficionados cuando ven un festejo taurino televisado, frustrados con los comentarios que emplean los toreros, ya sea por el vocabulario que usan, o la particular valoración que hacen del toro, la lidia, la faena de muleta, etc. Sobre este asunto, me resultó muy clarificador el texto de Uno al Sesgo (Tomás Orts Ramos, 1886-1939) que a continuación transcribo y, en cierto modo, creo que da respuesta a alguna de estas quejas. El paso del tiempo no ha sido en vano, percibiéndose cierto desfase en algunos aspectos, pero la idea que Uno al Sesgo expone pienso que aún sigue vigente. Dos formas distintas de ver toros y valorar los pormenores de la lidia, divergentes, pero también complementarias.
 
 
 El torero y el que ve los toros con ojos de torero, no hay más remedio que repetirlo, da la máxima importancia a detalles y formas de ejecución de las suertes que el no profesional, el simple aficionado espectador, es muy difícil que aprecie, aun conociendo teóricamente y de memoria en qué consisten. El entusiasmo, la emoción, que le haga experimentar un determinado lance, por su belleza, por su gallardía, por su elegancia, por lo que haya puesto de personal, y por lo tanto de nuevo e imprevisto, el diestro que lo realiza, distraerá su atención hasta el punto de olvidar en qué terreno, con qué ventaja o desventaja, etc., se ha llevado a cabo. El profesional, por el contrario, eso es lo que tendrá en cuenta; y sobre nuestro entusiasmo verterá un jarro de agua fría, haciéndonos saber que aquello hubiera tenido mérito un poco más fuera del tercio, bajando otro poco más el capote, adelantando la pierna contraria, etc., también. Total, que el aficionado espectador que estaba la mar de contento con el buen rato que el tal torero le había dado, so pena de confesar su ignorancia, ha de renunciar a la impresión recibida y trocarla por la ajena.

  En tauromaquia, como en todo, el profesional es un mal crítico. Por mucho que sea su desinterés, por grande que sea su deseo de objetivar, por esfuerzos que haga para abandonar su punto de vista técnico, verá y juzgará siempre como profesional; y su mayor conocimiento de los secretos del arte, de las facilidades y dificultades que en la práctica ofrece aquél, serán el mayor inconveniente para que tome en consideración efectos y resultados que para el espectador son importantísimos.

  Uno es el arte de guisar y otro el de comer; no es lo mismo ser sastre que saber vestir.

  Para un torero, por ejemplo, será el mejor aquel que practique el arte en forma que más se parezca a la suya de practicarlo o por lo menos aquella que él hubiera deseado poseer, dentro de sus posibilidades. De ahí que vaya, en ocasiones, su admiración hacia diestros que el aficionado ha considerado como medianías. Y es que esas medianías, tales desde el punto de vista suyo, por su carencia de personalidad, de elegancia, de estilo propio, de todo, lo que, en una palabra, impresiona al espectador, reúnen en cambio las cualidades que, desde el punto de vista del torero, son más apreciables, como por ejemplo la valentía, el conocimiento de la lidia, la aplicación estricta de las reglas establecidas en la ejecución de las suertes, o lo que en suma pudiéramos llamar el dominio del oficio, que en éste, como en todos, sólo el que lo ejerce sabe las dificultades que encierra conseguirlo, y por lo tanto está justificada su admiración. Pero no es ése el caso del espectador.
  No es esto negar que un torero pueda ser al mismo tiempo un buen aficionado en el sentido que venimos dando a esta frase, ni tampoco que sea desdeñable en todo su opinión, pues aun en el supuesto de que ésta se base siempre en la técnica, el conocimiento de ella, en cierta medida, sin perder nunca el carácter de generalidades, es muy útil al espectador y puede servirle de ilustración.
 
  Lo que yo trato de evitar con los reparos expuestos es que un exceso de técnica perturbe al aficionado, lo desoriente, lo desconcierte, acabando por no saber qué es lo que le gusta o qué es lo que le debe de gustar o no gustar.
  Téngase presente que el arte de torear es empírico por excelencia, y por lo mismo que, para un torero, las reglas son las que él practica o las que ha visto practicar, y todo lo que no se ejecute de conformidad con ellas no es torear. Y, sin embargo, llevo años repitiéndolo: toreando como no se puede torear, haciéndole al toro lo que no se le puede hacer, pisando terrenos que se decían vedados, la tauromaquia ha llegado a ser una fiesta arrogante y bella, que en la actualidad disfrutamos.
  Si a la crítica profesional nos hubiésemos atenido, poco, muy poco, habrían variado las normas tauromáquicas; y hoy nos encontraríamos a muy corta distancia del toreo de hace un siglo.
  ¿No puede decirse lo mismo de otras artes?
  Pues bien, y para resumir, sin desconocer, y menos aun negar, como un poco más arriba se dice, que el criterio del torero puede ser de utilidad al del espectador, no hay que perder nunca de vista que en mucho han de ser antagónicos forzosamente, por el diferente concepto que uno y otro tienen de la fiesta, que queda prontamente discriminado con sólo decir que lo que para uno es oficio para el otro es diversión.
 

martes, 26 de marzo de 2013

Más sobre Jaquetón


 Al ser arrastrado este buen toro, el público apludió las hazañas de tan bravo animal que, reconocido después en el desolladero, resultó tener roto un pulmón, debido, sin duda, a los esfuerzos que hizo en su brillante pelea. Con gran voluntad, de condición noble y codicioso para los caballos, JAQUETÓN, llegose a estos nueve veces, derribó en todas y mató siete; al cambiarlo de terreno con el fin de refrescarlo, persigue a Ángel Pastor, quien tropieza y cae sobre uno de los caballos que yacía expirante en la arena. JAQUETÓN arremete con el jaco moribundo, le cocea este, y al poco, ya sea fatigado por la dura faena que sostuvo en la lidia o ya a consecuencia de las coces que recibiera, se le vio humillar, mover la cabeza, así como los remos delanteros, en continua convulsión, y vista su inutilidad para continuar la lidia, salieron los cabestros, pero no pudiendo JAQUETÓN andar ni seguirlos, el espada Currito le remató, descabellándole al tercer intento.
 
***
 
 Lo escribe Antonio Fernández de Heredia, Hache, en su Doctrinal Taurómaco. Aquí la entrada completa sobre este célebre toro.

lunes, 25 de marzo de 2013

Primera de temporada en Las Ventas. Torrestrella

  Un servidor tenía entendido que la ganadería de Torrestrella es una casa de prestigio, matriz de un encaste propio, de renombre por la belleza y el trapío de sus toros, amén de una bravura codiciosa en todos los estados de la lidia. Y digo tenía entendido porque ayer pude atestiguar que se trata de todo lo contrario, una vulgaridad más de tantas que conforman ese inmenso muladar que es hoy la cabaña brava española. No han sido capaces en Los Alburejos de enviar seis toros con el trapío correspondiente a la Plaza de Madrid, cuatro ejemplares aprobó el equipo gubernativo y debieron ser tres, pues entremedias se coló una cabra montesa -en tercer lugar- que causó la rechifla de los aficionados. Primero flojo y noble por el izquierdo; segundo boyante, embistiendo a media altura; tercero con humillación pero sin brío; y quinto descastado. El encierro fue remendado con dos ejemplares de Torrealta; uno complicado y fuerte y el otro, último de la tarde, manso y descastado.
  Urdiales lidió con un vendaval que no le dejó dominar las telas y un bombón blandengue que tuvo un buen pitón izquierdo; luego no supo acoplarse ni llevar dominado en ningún momento a un toro apretadísimo de la ganadería de Torrealta. Mala tarde para el riojano.
  Gallo y Nazaré vinieron con disposición, incluso se replicaron en quites. El segundo de la tarde lució un bonito galope durante toda la lidia -en varas se repuchó- que Gallo no tardó en interrumpir con la franela, ahogando al bicho a las primeras de cambio. Un toro muy obediente a los toques, muy noble y quedado (nada que ver con aquel Cuadri que pedía el carné de matador con el que Gallo naufragó en Castellón hace unos días). Una tanda decente por el derecho y el resto citando desde la oreja, de uno en uno, para concluir con dos circulares pueblerinos con desarme incluido y un sainete a espadas que por lo visto ha sido calificado de faena importantísima en la carrera de este matador.
  Nazaré se enfrentó al ejemplar caprino antedicho, que pasa a ocupar un puesto de honor entre los toros más feos que se recuerdan. Tuvo movilidad descoordinada en los primeros tercios, quedando pastueño y humillador en la muleta. Nazaré, a su manera, un tanto forzada y retorcida, sacó unos naturales largos y mandones, al final, algunos a pies juntos que desprendieron cierta torería. Mató de estocada arriba en suerte natural. Vuelta al ruedo tras petición de oreja. No voy a ser yo el que se la niegue, pero oiga, si queremos que las cosas se tomen en serio, estos animales de desecho no deben salir nunca en la plaza de Las Ventas.

viernes, 22 de marzo de 2013

El director de lidia: reflexiones sobre San Isidro y añadidos

La figura de Don Antonio Bienvenida, uno de los toreros con mayor honra, torería y vergüenza torera, testigo del dislate.
 
 Ya tenemos carteles para la feria del Santo Patrón, aquella que inventara don Livinio Stuyck para gozo y disfrute de la afición madrileña, pues no tenían un ciclo taurino del que poder presumir. Era de esperar que aquella genial idea, gracias al rigor de la afición y seriedad del toro, elementos que dan verdadera categoría a una plaza de toros y que desde tiempos remotos caracterizaron a las diferentes plazas de la Villa y Corte, rápidamente convertirían a San Isidro en la feria de toros más importante del orbe. Conjugaba afición, toro y presencia constante de las máximas figuras del momento, quienes competían entre ellos y dirimían durante San Isidro el cetro del toreo, midiéndose con los toreros que venían cogiendo cartel, e incluso concediendo algún capricho a la afición enfrentándose a las ganaderías que éstos estimaban de mayor respeto por su poder y casta. Con el tiempo, aprovechando que el viento soplaba a favor, el serial se hinchó y multiplicó su número de festejos, el abono madrileño se convirtió en un objeto de culto, un verdadero tesoro para cualquier aficionado a toros. Así, han ido transcurriendo los años y endegenerando hemos llegado hasta nuestros días.
 
  Hoy sobran abonos de Las Ventas porque hoy todo está del revés y ni siquiera percibimos el mínimo signo de mejoría. Nada más y nada menos que 35 festejos en 38 días, lo cual deja bien a las claras, desde un principio, que las pretensiones de la empresa no van ni muchísimo menos en favor del aficionado, que agradecería un ciclo más comprimido, con más grano y menos paja, sino de chuparle la sangre al mayor número de inocentes que, aprovechando el tirón de la decadente marca San Isidro, pasen por la plaza de Las Ventas en estos días de primavera y engorden los bolsillos del triunvirato empresarial que gobierna el coso. Qué es lo que ocurre con esta maratón taurina, pues que el público que cada día acude a la plaza es muy variable. Los abonados, salvo casos de excepción y ejemplar afición, no van a diario, regalan entradas, y esto da como resultado una plaza esquizofrénica, con criterios muy cambiantes y algunos días con arbitrajes que producen vergüenza ajena. La "crítica" tiene mucha culpa de que esto suceda porque ellos, además de informar, tienen la misión fundamental de formar y enseñar de toros, cosa que damos por perdida según están los portales y medios de comunicación taurinos. No hay cuerpo humano capaz de soportar la crónica de una corrida de toros simple y llanamente porque no hablan de toros.
 
  Las figuras, si las hubiere, no quieren oír hablar de Madrid. Ni están ni se las espera. No hay dinero suficiente en este país para satisfacer las necesidades de los astros taurómacos actuales, ni toros de suficientes garantías para que viéramos juntos en un cartel de Feria, pongamos por caso, a José Tomás, Morante y Juli. No una, sino varias tardes, como sucedía hace no tantos años. Quede claro que a mí, lo que cobren los toreros me parece siempre perfecto, pero esto es lo que hay. No queda atisbo de aquello que en los diccionarios taurinos llamaban "vergüenza torera". Los pocos que vienen, búsquenlos porque yo no los encuentro, cuantas menos tardes mejor. Madrid es una plaza inhóspita, que exige toro y, al parecer, la mayor parte de las veces no entiende de qué va esto del toreo ni por dónde se andan los modos y las formas más actuales. Madrid es una plaza chula, igual que sus paisanos, un coso que recibe con desconfianza a los sumos pontífices del toreo, porque así se lo han ganado históricamente a la par que el torero ganaba poder en detrimento del ganadero, y esto no gusta a los astros, acostumbrados al aplauso fácil en la mayoría de plazas del circuito. Ni compiten entre ellos, ni pelean con los pocos que ilusionan, ni se enfrentan a las ganaderías predilectas de la afición, salvando el honorable y asombroso caso de Alejandro Talavante con victorinos, tarde que todos esperamos ansiosos.
 
  Los ganaderos están jodidos. Soportan una legislación y regulación de las explotaciones que tranquilamente se podría calificar de antitaurina; unos precios desorbitados del pienso para engordar y dar lustre a sus toros; no tienen prácticamente ningún peso en la Fiesta y se deben a las demandas del torero, esto es, un toro con mirada triste que aguante trescientos cincuenta mil quinientos muletazos sin apartar ni una sola vez la mirada del trapo, un engendro de la selección que tampoco debe ser fácil de criar. Todavía nos queda algún revolucionario que permanece alejado de las cursiladas que hoy se buscan, afortunadamente siempre habrá ganaderos románticos respetados por los coletas e idolatrados por la afición. Éstos son los que sustentan el interés de los integristas, ganaderos que también lo tienen muy jodido en el putrefacto sistema actual, principalmente en todo el Pirineo meridional.
 
  Llegados a este punto, uno se pregunta qué hacer con el dichoso abono de ferias, qué utilidad tiene a la vista de los carteles, cuánto tiempo soportará el cuerpo semejante penitencia... Seguiré meditando.

domingo, 17 de marzo de 2013

Plaza de Toros de la Puerta de Alcalá en torno al 1867

  Atrás quedaron la Puerta de Alcalá y los jardines del Buen Retiro. Cuando pasaban frente a la iglesia de San José, el señor Cayetano Sanz explicó a Paco Frascuelo:
  -En ese redondel donde hemos estao tomé yo la alternativa de manos del señor Curro Cúchares. Según dicen, esa plaza la mandó hacer el Rey que había entonces, pa que con el producto de las corridas se beneficiasen los hospitales de la Corte. ¡Ya ha llovido!



  El famoso torero no estaba mal informado, porque fue edificada en 1749 por don Fernando VI con el fin dicho. Desde entonces, su prestigio fue en aumento y se convirtió en la más importante de España. Al igual que la de ahora, era la que daba y quitaba en el mundillo taurino. Quien triunfaba en ella podía estar seguro de que su éxito resonaría en toda la Península, aun contando con que entonces, los medios de difusión eran escasos.
  Esta vieja plaza de la Puerta de Alcalá ofrecía una alegre vista con su descotada falta interior, los ciento diez palcos, la gradería cubierta con tres ordenes de asientos y delanteras, y los quince tendidos de piedra, que antes fueran de madera, capaces cada uno, para más de cuatrocientas personas, todo ello encerrado en una pared circular de cal y canto que medía más de mil pies.
  Contaba con enfermería, capilla, habitaciones para el conserje y los carpinteros; corrales, taller, y a la derecha, en edificio separado, unas cuadras y la carnicería. El espacio comprendido entre la plaza y estas dependencias dio en llamarse tendido de los sastres. Allí se apelotonaban, en días de corrida, una caterva de muchachos y cuantos deseaban divertirse acudían para presenciar gratis el paso de los toros, arrastrados por las mulillas, desde el ruedo hasta el desolladero. Frecuentemente, se apoderaban de estos insólitos espectadores tales deseos sangrientos que al pasar ante ellos los toros y los caballos muertos, se empujaban unos a otros, lanzando alaridos salvajes, para acercarse agresivos. Algunos rodaban por el suelo y otros veían cortado su camino por los látigos de los monosabios que caían, sin duelo, sobre sus espaldas. Algunos conseguían montarse en los animales y esgrimiendo palos con la punta aguzada, navajas y hasta puñales, los acuchillaban con furia. Tal saña ponían en esta cruel operación que los toros llegaban a la carnicería con la piel acribillada. Era un espectáculo denigrante y embrutecedor que las autoridades consentían sin hacer nada para evitarlo.



  La explanada donde la plaza se alzaba, ofrecía en los días de festejo un cuadro alegre y luminoso. Los vendedores de naranjas, limonada, abanicos y vino, llenaban el aire con sus hirientes pregones, mezclados con el rodar de los carruajes, el cascabeleo de sus tiros y el bullicio de la multitud.
  Cuando todos estos ruidos comenzaban a apagarse, por estar cercana la hora de la corrida, en el interior adquirían aún mayor proporción. Por lo general, los buenos aficionados tenían ya su sitio reservado, lo cual hacía que cada clase de localidad tuviese sus concurrentes habituales y, a la vez, cada espacio de la plaza peculiares características.
  En la primera fila de la meseta de toril, hallaba su acomodo un hombre singular, por todos conocido y cuya presencia era obligada, perenne e inevitable. Se llamaba Joaquín Marraci. Usaba unos descomunales anteojos, lucía pobladas patillas grises y se le tenía por muy entendido en tauromaquia, porque a gritos daba consejos y advertía a los toreros durante la lidia. Un escritor satírico le definió así: "Bastonero en procesiones, protector de cofradías, azote de las calles, puntal de las esquinas y gacetilla de todo grupo". Llevaba razón. Parecía haber resuelto el problema de la ubicuidad pues, al igual que Dios, estaba en todas partes. También en cierto pliego de aleluyas le llamaron "el hombre universal", porque era socio de cuantas corporaciones científicas, literarias, artísticas, benéficas, taurinas, musicales, obreras, clericales y militares existían en la Corte. Valía para todo y para todo se brindaba incansable. Lo mismo confeccionaba una moña de lujo, que guisaba una paella para veinte amigos; lo mismo organizaba una procesión, que un solemne entierro con carroza a la federica y hacheros. Por su especialidad en este fúnebre menester, Manuel del Palacio dijo de él:
Vive ayudando a morir
a los que luchan inciertos
viendo la muerte venir,
y estos le pagan, ya muertos,
ayudándole a vivir.

  A su iniciativa se debió el traslado de los restos de Calderón de la Barca desde la iglesia del Salvador al cementerio de la Puerta de Atocha; atendió a todo lo relativo a los suntuosos funerales, que a expensas de la Nación, se celebraron en San Francisco el Grande por el alma de Martínez de la Rosa; las monjas de los conventos de Madrid hubieron de agradecerle las limosnas que les procuró, y asistió, con la mayor solicitud, a los enfermos en los hospitales, especialmente a los coléricos en las épocas de epidemia. En pocas palabras: a Marraci se le veía a todas horas en el lugar donde se congregaban más de seis personas. ¡Todo un tipo!



  En una barrera, a la que estaba abonado, se hacía bien ostensible la figura de Antonio Torrijos Chapepa, el más intransigente y escandaloso de los aficionados. Los toreros le temían. Como sería la cosa, que el Gordito llegó a decir:
  -Hasta en Sevilla se oyen los abucheos que me larga Chapepa en Madrí.
  Los tendidos 1, 2 y 3, estaban, casi en su totalidad, ocupados por los partidarios de Cayetano Sanz, entre los que sobresalía el célebre crítico taurino don Mariano Gurisuain, que acaba de fundar El Mengue, y en el 7, llevaba la voz cantante don José Rey, que ponía cátedra analizando las condiciones de una res y la faena de un torero.
  En la barrera del 6 tomaban asiento don Manuel Alvarez Paredes, socio de Juan Mota en el negocio del pescado, en unión de sus hijos Manolita y Santiago, y en la del 14 don José Mondéjar, apoderado de Cayetano Sanz y don Manuel Marqués, que lo era de Curro Cúchares.
  El lugar que más temían los toreros era el tendido 8. En él destacaba el célebre Chironi, pesadilla de la gente de coleta, que le veían hasta en sueños. Con su terrible esquilón, que sonaba en la plaza a toque de difuntos, daba uno, dos, tres golpes, a un repique, según la faena fuese regular, mala, peor o detestable. A su lado, le ayudaba en la feroz crítica, con voces descompuestas, un individuo llamado José María Luna, que se pasaba la tarde gritando:
  -¡No valéis pa na! ¡Si hubiérais visto a Curro Guillén!
  Con ser todo lo dicho digno de señalarse, el tendido más alegre y juvenil era el 5, donde rara vez se sentaba una mujer. No se parecía en nada a los demás. Allí no había gorras ni sombreros hongos. Predominaba el de copa, aunque hoy pueda resultar extraño, y entre sus ocupantes reinaba el buen humor. Eran los mismos que en las tertulias de los cafés La Vieja Iberia y Los Dos Amigos, discutían a gritos de política. Casi es innecesario decir, que imponían su opinión a toda la plaza con manifestaciones siempre unánimes. Otras veces prodigaban chanzonetas y chirigotas que llegaron a hacerse populares y eran siempre acogidas con general aplauso por el resto de los espectadores. Los toreros brindaban las suertes al 5 y las ovaciones del 5 fueron para muchos la base de su reputación.
  Allí sobre la dura piedra, tenían su asiento aficionados tan inteligentes y conocidos como Aguado, Fabierac, Montemar, Alzomora y el escritor don José Carmona, director del antiguo El Enano, ahora, Boletín de Loterías y de Toros. En más de una ocasión, viéronse precisados a salir en defensa de los diestros frente a los intransigentes e hicieron enmudecer, por demasiado severo el cencerro de Chironi. Es pues, natural, que los encargados del orden público de la plaza no perdieran de vista cuanto sucedía en el tendido 5.
   Con motivo de los sucesos revolucionarios del año anterior, algunos de los habituales no dejaron de manifestar sus ideas políticas, y esto hizo que una tarde, aparecieran, mezclados entre ellos, algunos agentes de la policía secreta. Más los hombres del hongo y del rotén no pudieron mantenerse como tales, porque al punto fueron descubiertos. Primeramente con burlas y zumbas, y después a empujones, intentaron arrojarlos del tendido. Resistiéronse estos, sonaron insultos y, en pocos segundos, las gradas fueron testigos de una monumental y ardorosa reyerta a bastonazos, que nadie era capaz de apaciguar. A tal grado de violencia llegó la cosa, que el jefe de la guardia de vigilancia, atropellando a Marraci, colocó en la meseta del toril a un pelotón de soldados. Ante el asombro del público, prepararon los fusiles y apuntaron al tendido. Y habrían sido capaces de disparar si dos comisarios de policía, que se encontraban entre los alborotadores, no hubiesen mostrado, en alto, los bastones insignia de sus cargos, con los brazos en cruz, manifestando su condición de autoridades. Bajaron los soldados las armas y la plaza entera se alzó con gritos de indignación. Hubo señoras desmayadas, personas asustadizas que escaparon despavoridas, órdenes de la presidencia y, por último, desaparición de los soldados y una silba estrepitosa.
  Momentos después, el tendido 5 cobró su aspecto normal, Y fue entonces cuando todos sus ocupantes comenzaron a cantar a coro, acompañándose con palmas, un tango, muy en boga, mientras dirigían sus miradas al palco del general Narváez, presidente del Gobierno:

Usté no es ná
usté no es ná;
usté no es chicha
ni limoná.



  Pero una de las más famosas protestas de aquellos bullangueros espectadores, que por si sola bastaría para acreditarlos como terribles guasones, fue la que una tarde organizaron contra la empresa porque en la corrida habían salido unos toros flacuchos, aunque con la edad reglamentaria. Como un solo hombre, se volvieron todos de espaldas al ruedo, y, a poco, les imitaron los ocupantes de los otros tendidos. En esta posición, conminaron a los de los palcos para que cerrasen los toldillos. Así lo hicieron estos y ni un solo rostro quedó vuelto hacia el anillo hasta que dio fin el festejo. Esta demostración, pacífica y unánime, costó a la empresa una fuerte multa y sacar en la siguiente corrida ocho toros del Duque, aquellos de los que ya se decía en 1846:

Los toritos
de Veragua
como el agua
blandos son,
y lo digo
pues de Trigo
les asusta el regatón.



   Más con ser todo muy atractivo y pintoresco en esta plaza de la Puerta de Alcalá, nada había de tan rancio y clásico sabor como la original figura de Carlos Albarrán el Buñolero, encargado de manejar el cubo del engrudo y la brocha en la fijación de carteles y descorrer el cerrojo de los chiqueros durante las corridas. Era viejo, aunque airoso, un tanto apergaminado y, en su cara llena de arrugas , aun asomaban, cayendo sobre las sienes, unos tufos canosos que él cuidaba con todo esmero. Su estampa se destacaba en el paseo de las cuadrillas como un grabado antiguo junto a una moderna litografía. La antiquísima montera que él afirmaba, muy seriamente, había pertenecido al gran Paquiro; el terno, de color indefinido, lleno de hilachas, con bordados en negro, que caían de puro viejos, y el resobado capote en el que se envolvía con cierto garbo, daban idea aunque remotamente, de lo que fue a principios del siglo XIX el traje de torear. Nadie logró, ni siquiera imitar, el airoso recorte que, montera en mano, daba al caballo del alguacilillo cuando éste le entregaba la llave del toril; y nadie, tampoco, puso en el acto de abrir el portón, para dar salida al toro, tanta solemnidad. Su popularidad era extraordinaria. Los abonados le saludaban con familiaridad; los críticos le dedicaban graciosos pareados en las reseñas y tanto en el patio de caballos como en la calle, nunca pasaba desapercibido. No se hubiera concebido un despejo de la plaza sin el Buñolero. Y lo dijo un revistero de muchas campanillas:

Al abrir los portones del chiquero
y dar salida al toro,
nadie lo hizo y lo hará con más salero
que Carlos Albarrán el Buñolero.

En Festivales de España más sobre el Buñolero

   Los toreros siempre estaban bromeando con él. Y cuando en el patio de caballos se recordaban sucesos taurinos o se hablaba de determinados diestros, muertos o retirados, el Buñolero, que llevaba en la plaza tantos años como el Tuerto, intervenía con su voz lenta, recalcando las palabras:
  -Vosotros no sabéis na de eso, porque habéis llegao, como quien dice, ayer. Entoavia me parece veros ahí, en el tendido de los sastres, a la espera de colaros. Y no habléis de piqueros, porque hoy no se pica como antaño. También valieron pa la guerra. Yo oí decir a mi padre, que en el año ocho se formó en Andalucia un escuadrón en el que toos eran picadores y gente del campo. Con la garrocha en la mano, la navaja en el cinto y el trabuco en la silla, hicieron pasar buenos sustos a los franceses. Luego, don Justo Prieto, que fue teniente de la Visita de Puertas de Madrid, que anduvo por allí, me contó, ya muy viejo, que daba gloria ver a los jinetes empujar a los gabachos sacándolos de las sillas a golpe de garrocha.
  -¡Ya sería algo menos! -dudó alguien.
  -Pues los hermanos Calderón...
  -Esos son buenos picadores -le interrumpió el Buñolero- pero, ¿conoces tu alguno que se eche por delante un toro picándole con el regatón de la vara? Pues eso yo lo he visto yo hacer a José Trigo con un bicho de seis años y escogio. Y escrito está que el señor Manuel Morales Corchado, ganó mil duros en una apuesta por picar seis toros con un solo caballo sacándolo limpio. Y, con media de seda, sin mona, han picado muchos. Al pobre Manolo Ledesma el Coriano, que murió hace poco, le he visto caer, levantarse, tomar un capote y con los hierros puestos, dar media docena de verónicas que ni el señor Cayetano las mejoraría.
  -Diga usté que sí -corroboró un antiguo aficionado de los que nunca faltan en el patio de caballos- ¿Ustés no han visto al señor Joaquín el Charpa? Pues este picador, toreando en Málaga el año cuarenta y siete, salió a los medios, desafió al toro y cebando bien la puya en el morrillo, hizo una suerte de regateo hermosa. El bicho, codicioso, empujó al caballo y al picador contra las tablas. La lucha duró pocos segundos. El Charpa apretó con soberano esfuerzo hasta hacer doblar al toro el cuello. Aquello fue la locura y el delirio de palmas. ¡Cómo sería que, por imposición del público, el presidente regaló el toro al picador!
  -Por eso aseguran que el Charpa tiene el brazo de hierro.
  -Pa que aprendan los de hoy.
  En fin, que no había forma de convencer a el Buñolero de que también en su mocedad hubo malos toros, malos toreros y faenas pésimas. Casi todos, para que no se enojara, le daban la razón. Frascuelo, desde el primer momento, sintió por él una gran simpatía. Le convidaba, le distinguía y le respetaba. Y tal vez por eso, el viejo se aficionó al muchacho y le defendió con frecuencia de algunos compañeros que se mostraban envidiosos de sus éxitos. Frascuelo le llamaba, en broma, su padrino, y cada vez que toreaba, antes de hacer el paseillo, ponía una de sus manos en el hombro del torilero y le decía:
  -¡Vamos a ver, señor Carlos, que me echa usté esta tarde por esa puerta!
  -Si por mi fuese -contestaba el Buñolero- te los elegiría pa que te rieras de toos los fantesiosos.

Florentino Hernández Girbal en Salvador Sánchez "Frascuelo", el matador clásico.

lunes, 11 de marzo de 2013

Dos miuras de ley en Castellón

  Fin de semana de toros en Castellón. Miura, Victorino Martín y Cuadri por sí solos proporcionaban motivos más que suficientes para acercarse a magdalenas. Y al margen de la torería intrínseca de Urdiales; la generosidad infinita de Javier Castaño para con su cuadrilla y los animales que lidia; la misma que mostró Bolívar enseñando sus toros en el tercio de varas; el naufragio de Eduardo Gallo con un Cuadri de armas tomar con el que empezó bien y acabó ostensiblemente superado; tan bravo como Comino, de Cuadri también, ejemplar premiado con una merecida vuelta al ruedo; el confirmado aguachirri de Victorino el 70% de la tardes que lidia; la falta de afición y sensibilidad del palco presidencial; etc. Hemos vuelto a Madrid con la sensación inequívoca de haber presenciado la lidia y muerte de dos miureños auténticos, capaces de hacer cosas reservadas exclusivamente a este hierro legendario. Nos hemos retrotraído a la razón más simple y llana de este espectáculo, es decir, un toro de fuerza descomunal que vende muy cara su vida, que exige del hombre valor y conocimiento del oficio para darle muerte con toda la vistosidad y el arte posible. Nada más y nada menos. Y ese hombre se llama Rafael Rubio, Rafaelillo. Y vaya si lo consiguió.

Miura 1º de la tarde
   Y eso que le costó a Rafael entrar en calor y nos dio una de cal y una de arena. Anduvo medroso y dubitativo en la brega de su primer miureño, cosa que puedo llegar a comprender si tenemos en cuenta que nos encontramos en los albores de la temporada ibérica, y el miureño en cuestión presentaba el volumen de un camión cisterna, con 632 kilos de peso, y tenía un morrillo que parecía un balón de playa, con el mismo movimiento rehilón que un flan. Disponía de poco pitón en comparación con ese cuerpo y era cornidelantero; de capa casi carbonero, salpicao de los cuartos traseros. Empujó como un demonio en el primer encuentro con el picador, a pesar de recibir desproporcionado castigo en mitad del espinazo, por dos veces, llevándose la puya enhebrada en el segundo encuentro y todavía recibir un picotazo más cuando el presidente había cambiado el tercio. Lamentable actuación del picador y, por extensión, del matador, quienes se propusieron acabar con la vida del miureño en el caballo, cayéndole la sangre por el bálano durante el resto de la lidia. Pero nada más lejos de la realidad porque el toro se vino arriba en banderillas dificultando la labor de los banderilleros para colgar los garapullos proporcionalmente en cada pasada. A este Miura no había forma de meterle mano en redondo, alguna vez lo consiguió Rafael a base de jugarse la vida e ir en contra de la razón puesto que un toro que se defiende, que repone el terreno y que se ciñe a cada muletazo, no parece el más indicado para la faena al uso de hogaño, con trescientos cincuenta mil quinientos derechazos, otros tantos naturales, y veinticinco circulares mirando a la concurrencia. Bravura lo llaman algunos; coñazo supino lo llamamos otros. Y así, cada vez que Rafael se intentaba pasar por la barriga al bruto había un suspiro tenso en los tendidos, hasta que decidió coger la espada y hacer la suerte de matar con la habilidad que requieren estos toros en los que es sabido que si no dejas el estoque en el primer intento, será casi imposible dejarlo en los siguientes. Estocada honda, trasera, muy tendida, tres golpes de cruceta, y todo el empeño y los sudores de la cuadrilla, fueron necesarios para tumbar a este Miura de ley. Arrastrado por las mulas entre la división del público, con más palmas que pitos a mi parecer.

Miura 4º de la tarde. Olisqueando la arena
  Con el segundo, la faena que nos brindó Rafael fue otro cantar, que no la brega y la lidia previas. Pero antes de eso, estuvimos más de diez minutos de reloj esperando a que el toro saliera del túnel, entraba y salía, de cara y de culo, y no hubo forma ni método de conseguirlo hasta que de motu propio, el de Zahariche, se dejó ver por los espectadores, olisqueando el ruedo a cada instante. Era este un toro todavía más grande que el anterior, 662 kilos de Miura, salinero oscuro de pelaje, preciosa la capa. El público, en una manifestación de locura transitoria se puso a protestar la pasividad del bicho, y todavía protestó más cuando observaron que pegó una coz al sentir la puya y huir del caballo como alma que lleva el diablo. Hasta cinco señores puyazos recibió el de Miura de un caballo a otro, con sus correspondientes arreones en el peto que indicaban el poderío que poseía. Tanto se cebaron que el público terminó protestando la lidia y pidiendo clemencia para el toro, que no paraba de recibir castigo sin que nadie ordenara aquel barullo. Persiguió en banderillas y echó la cara arriba, quedando muy entero y engallado para la faena de muleta. Rafaelillo se percató de primeras que el toreo ligado en redondo iba a ser inútil con esta alimaña, sin embargo, su faena resultó de lo más lucida que se recuerda. Este Miura era de los que movía su inmenso esqueleto como una lagartija, cambiando el ritmo en el galope y en la forma de embestir en cada arrancada. No humillaba, pero estiraba el cuello todo lo que fuera preciso cuando se trataba de lanzar el hachazo al pecho del torero. Rafaelillo lo recibió en los medios de un molinete, jaleado constantemente con entusiasmo por el público emocionado, en una faena breve en la que combinó derechazos sueltos con pases de pecho, pases por alto, naturales, doblones, desplantes y pases de castigo de oreja a oreja. Cuando Rafael se dirigió al callejón a tomar el acero, el Miura estaba totalmente descolgado, con la lengua arrastrando por la arena. ¡Eso es poder y dominar a un toro! Cobró una estocada de muerte en la cruz, pasando hábilmente, con perdida del trapo y siendo perseguido por el toro. ¡Viva Rafael el Grande, el de los miuras! Hubo unos cuantos que pedimos la oreja pero la petición no fue suficiente. Aún así, mientras Rafael daba una vuelta al ruedo triunfal, observé bastantes "entendidos" que hacían gestos al matador denegando la vuelta al ruedo, en prueba de desacuerdo, esos mismos que en la taberna pontifican sobre la perdida de pureza del espectáculo, la monotonía en las faenas, el monoencaste, el monopuyazo, etc. Pobres.

Rafaelillo. Desencajado
Preguntas:
1. Cómo reseñáis la capa del cuarto porque aún no lo tengo muy claro.
Y 2. Qué esperáis de Juli si le salen miuras de este estilo en Sevilla.