miércoles, 27 de noviembre de 2013

Público de Madrid (II)

Una bronca
 
  La Monumental de Las Ventas, a pesar de sus avatares, tiene consolidada su categoría de primera plaza del mundo. No es por su aforo, ni por la amplitud de sus instalaciones, ni por las calidades arquitectónicas del falso mudéjar -muy discutibles, por otra parte-; ni siquiera porque se encuentre en la capital del reino. Esa categoría se la ha dado su clientela habitual, una masa de aficionados conocedores profundos de la tauromaquia, verdaderos enamorados de la Fiesta, exigentes y apasionados. Precisamente el rigor de la afición madrileña es lo que suscita las desaforadas críticas de los taurinos profesionales, lo que no les impide reconocer -principalmente los toreros- que un triunfo ante estos aficionados no tiene parangón con ningún otro.
  Lo suelen decir muchos toreros en privado, y a veces también lo declaran así a los medios de comunicación. Un espada de modesta trayectoria que cuajó una excelente faena en Madrid y al concluirla ya se había convertido en figura, relataba así el recuerdo de aquella tarde y otras que siguieron de la siguiente manera: "Cuando empiezas a cuajar una buena faena en Las Ventas se produce un run-run indefinible en los tendidos. Te das cuenta de cómo el público se está apercibiendo de qué pretendes, de que estás acertando en el planteamiento, y sólo con eso ya reacciona de forma ostensible, empieza a entregarse y lo manifiesta, y te entra entonces un verdadero escalofrío. Luego, los olés son de tal naturaleza, que te sientes elevado a la gloria y no te cambiarías por nadie en el mundo".

  Es muy curioso también observar las reacciones del público durante una de esas faenas que se desarrollan con éxito. Cada tanda de pases la corea con los correspondientes olés, es cierto, mas no todos los olés son iguales; incluso algún pase puede quedarse sin olé. Porque el aficionado madrileño goza con el buen toreo, pero también lo somete a análisis y matiza sus sanciones. Es como si el diestro estuviera sometiéndose a examen y la afición examinadora lo fuera calificando: este primer pase un 10, el siguiente un 9, el tercero un 10, el cuarto un 5 por los pelos, el quinto vuelve a subir la nota... Y así los olés son tan largos y fuertes o tan débiles y cortos cuanto merezca cada ejecución de la suerte a juicio del tribunal examinador. La afición madrileña, puesta a corear faenas, constituye todo un espectáculo.
  Algo parecido ocurre con las protestas. La afición madrileña está vigilante de todo, desde que se abre el portón de chiqueros y salta el toro a la arena hasta su arrastre. Es una afición ojo avizor. En ninguna plaza de España se produce un considerable alboroto, de súbito, porque un banderillero llama la atención del toro desde el callejón, o porque un diestro no está correctamente colocado en el tercio de banderillas, o porque el matador de turno se sitúa a la derecha del caballo durante la suerte de varas. "¡Ese torero a su sitio!", es voz habitual en los tendidos de Las Ventas. Naturalmente, en ninguna otra plaza se oyen tampoco lo vozarrones de denuncia por cuestiones técnicas, como "¡El picooo!", "¡No ahogue la embestida!" o "¡Haga usted el favor de ligar los pases!". Los aficionados madrileños son de la opinión de que lo cortés no excluye lo valiente;  a los toreros los llaman de usted -incluso a los monosabios también- y, si recriminan, lo hacen en el marco de las más exquisitas reglas de la urbanidad y la buena crianza.
  Siempre puede haber patosos en el tendido venteño, o algún espectador de temperamento incivil, como en todas partes, pero en estos casos la afición lo margina y estaría dispuesta a expulsarlo del venerable recinto. "¡Fuera de la cátedra!", le suelen decir. Cuidado aquí, sin embargo, pues la expresión no es ociosa. El término cátedra lo emplean muchos aficionados con auténtico convencimiento. No es, exactamente, que ellos se crean catedráticos y en realidad no se lo creen; es que le reconocen a Las Ventas la condición de cátedra del toreo. No es ocioso subrayar el matiz.

Atormentado, de Palha, arrancándose al caballo en el San Isidro 2008. Foto Josemi
 
  Precisamente por no matizar -y por auténtica mala fe- algunos taurinos han pretendido establecer una competencia de la afición madrileña con la habitual de la Maestranza de Sevilla, y ya dentro de ese discurso, han fabulado un desdén maniqueo hacia los aficionados sevillanos por parte de los de Madrid, que ni existe ahora ni se ha conocido jamás. Antes al contrario, la afición madrileña siente gran respeto y admiración por el mundo taurino sevillano, su capacidad creativa, su riqueza ganadera, su plantel de excelentes toreros y la gran sensibilidad de los aficionados de la Maestranza. A mayor abundamiento, uno de los ídolos del público madrileño es Curro Romero, como lo fue en su época Pepe Luis Vázquez, el padre, y tiene ahora en gran consideración la asombrosa naturalidad torera de Pepe Luis Vázquez hijo, y dio a Manolo Vázquez una categoría artística que durante su primera época no había llegado a reconocerle en igual medida el público sevillano. Y ya, en época reciente, descubrió el arte de Fernando Cepeda cuando se presentó de novillero en Madrid, lo estuvo apoyando hasta mucho después de que tomara la alternativa en esta misma plaza, y elogió sin reservas su sevillanía. Todo lo cual se cita de manera indicativa y a título de ejemplo, naturalmente.

Joaquín Vidal; Los toros en Madrid.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Público de Madrid

  En todas las manifestaciones de la literatura o el arte, allí donde el ingenio presenta sus obras a la multitud esperando el fallo, la multitud madrileña juzga con un criterio, con una elevación de miras, con una verdad que se impone siempre.
  Y es que entre esa multitud están los mejores artistas, los más concienzudos críticos, los más reputados literatos; está la masa que, a fuerza de ver a diario hermosas producciones de todo género, ha desarrollado el sentimiento estético, juzga por él y rara vez se equivoca. 
  Para que un pintor, un músico, un literato, un cantante, todo el que algo produce o algo significa en la sociedad tenga un nombre, es preciso que lo otorgue Madrid, y si con él viene de otras partes y aquí no se sanciona aquel nombre, aquella reputación, aquel valer, son puramente nominales, no se cotizan, resultan ilusiorios.
  Esto, que sucede en cualquier esfera donde la inteligencia y el arte se desarrollen, se verifica en mayor escala tratándose de la fiesta de toros.
  Por las visicitudes que ha tenido en Madrid y reseñadas quedan a grandes rasgos en este libro, el público madrileño ha llegado a identificarse de tal manera con nuestro espectáculo, que forma parte integrante de su manera de ser, y en todo tiempo las corridas de toros han influído poderosamente en este pueblo.
  Diríase que con ellas iba el engrandecimiento progresivo de la población.

  Al edificarse la Plaza Mayor, antiguo circo taurino de los caballeros, la corte se agrupó en derredor del coso, hiciéronse magníficas construcciones, la villa se engrandeció por aquel sitio.
  Parecía la fiesta el heraldo del progreso; y así como el vicio se anidaba en las cercanías de los monasterios, la civilización marchaba en pos de la Plaza.
  En el archivo del Ayuntamiento existe una cédula fechada en 28 de julio de 1541, en la que se ordena "que las casas de la mancebía pública, que están cerca de la Puerta del Sol, se trasladen a otro punto más distante y apartado del camino que va a los monasterios de San Jerónimo y de Atocha, a cuya solicitud se manda dicha traslación, para evitar los escándalos que presenciaban los fieles que concurrían a dichos monasterios".
  En contraposición a esta cédula hay otra de 1634, en la que el rey queda complacido de la conducta de la Villa, por el impulso dado "a las nuevas edificaciones junto a la Plaza Mayor".
  Cuando la fiesta de toros tuvo Plaza ad hoc fuera de la Puerta de Alcalá, Madrid se extendió por aquella parte, formándose la principal arteria de la población; y cuando ya enclavado el edificio taurino en una populosa barriada a la moderna, fue preciso trasladarlo al lugar que hoy  ocupa, el aumento de la Villa siguió hasta allí, dando valor inmenso a lo que antes no lo tenía y llevando a las clases acomodadas por aquellos sitios que parecían perpetuamente reservados a modestos merenderos.

Vista de la calle de Alcalá hacia 1760, por Antonio Joli. Al fondo la Plaza de Toros de la época y la Puerta de Alcalá predecesora a la existente

  Para estudiar al público de Madrid hay que acudir a las corridas de toros.
  En otro cualquier espectáculo, se halla, puede decirse, sólo una parte de aquel.
  En los toros está representado todo. Las clases sociales desde las más elevadas hasta las más pobres; así los grandes pensadores como las inteligencias más adocenadas; lo mismo las primeras jerarquías de la nación como el más humilde jornalero, asisten a las corridas con igual entusiasmo, y al entrar en la Plaza las categorías se borran, no hay más que aficionados y un espíritu esencialmente democrático reina en la fiesta.

  El público de Madrid es el más aficionado a toros de todos los pueblos, porque es el más inteligente en la materia. No se tiene afición a lo que no se entiende.
  Esa amalgama de personas que forman el público de nuestro circo descubre allí los diferentes caracteres que la componen, y en medio del bullicio de la fiesta, en la excitación que produce, no es posible sentir algo y no decirlo; tener determinadas simpatías y no expresarlas; abrigar una convicción y no ponerla de manifiesto; no hay medio de sustraerse a la tensión nerviosa que el espectáculo ofrece; hay comezón de hablar, de discutir, de comentar, y se entabla conversación con el vecino, aunque no se le haya visto en la vida, sin mirar quién es. ¿Está allí, sigue con interés la corrida? Pues es un aficionado, un igual.
  A este cambio de impresiones, a esta discusión llevan los unos su ingenio o su gracejo, los otros su práctica de ver toros o la experiencia de muchos años de afición; estos el sentimiento estético; aquellos sus arranques de varonil esfuerzo que quisieran comunicar en todo momento a los lidiadores, resultando de todo esto un conjunto de ideas grandiosas sobre la fiesta que no tiene ni puede tener ningún público, porque no entran en él tales componentes.

Paseíllo en la Plaza de la Fuente del Berro. El público aguarda impaciente
 
  Aquí son consideradas las corridas como un espectáculo que impone; en otras partes como una diversión en la que se pasan alegremente algunas horas.
  Salvo honrosas excepciones, la fiesta de toros en provincias causa penosa impresión a los aficionados de Madrid.
  Cuando un matador torea mucho por provincias sin hacerlo en Madrid, se resabia, adquiere vicios en el toreo, permítaseme la frase, que le hacen perder en la opinión de los aficionados.
  En la Plaza de Madrid se considera al espectáculo con toda seriedad. A veces tal vez con demasiada; no se transige con nada que tienda a convertir la fiesta en entretenido pasatiempo; se ve el mérito allí donde existe; se juzga la suerte bajo la impresión del momento; los denuestos lanzados a un torero se convierten en aplausos a los pocos minutos; sigue el público con tanto interés y tanta inteligencia todos los incidentes de la lidia que no pierde detalle; le entusiasma lo bueno, lo malo le exaspera y hace justicia a todos, hasta al toro. Cuando el animal ha sido noble y bravo y el matador no hace buena faena, se indigna con el diestro porque tal toro no merecía semejante muerte. A veces ciertos toros arrebatan al público y se aplaude al ganadero; en ocasiones se ha llegado hasta impedir que determinadas reses hayan sido muertas y cuando, como sucedió con el toro Jaquetón, esta especie de gracia de indulto se hace imposible, al sacar arrastrado al bruto se le tributa una ovación inmensa que alcanza en aquellos momentos a toda la ganadería.

  El público de Madrid se equivoca pocas veces; lo que aplaude es bueno, lo que censura es malo.
  Cierto que en ocasiones la ignorancia de los menos, cuando alborotan, se impone a la inteligencia de los más que callan; pero esto dura muy poco, el arte triunfa al fin, los ignorantes quedan derrotados, las revistas taurinas que, en medio de sus defectos (no todas), han llevado la lidia en Madrid a su verdadero terreno, se encargan de fustigar a los ignorantes, la lección surte efecto y poco a poco se halla menos que censurar en el público madrileño.

Pascual Millán; Los toros en Madrid, estudio histórico (1890)

sábado, 16 de noviembre de 2013

A los toros

Alcahuetas y cesantes, pícaros y bohemios, ciegos y lisiados, con donaires y lástimas, dan tientos a bolsa ajena. El gentío de a pie, con el sol en la espalda, sube hacia la plaza esparcido por las dos aceras. Endrina y garbosa, ondula la gitana prometiendo venturas. Sobre un penco trota el picador, amarillo jinete, con el azul monosabio a la grupa. Un ciego pregona el romance del Horroroso Crimen de Solana. En la imperial de los ómnibus, chungas y algarabías, calañeses y peinetas de teja, bastoneo y pataleo, luces morenas. El mayoral arrea el tiro de mulas. Bailan borlones y cascabeles. Restalla la fusta. Avinados berridos blasfemos. En torno de la plaza tumulto de ruedas y caballos. Humo de fritangas:
¡Agua, azucarillos, aguardiente! ¡El programa de la corrida! ¡Agua, azucarillos, aguardiente! ¡Claveles! ¡Claveles! ¡Claveles! ¡Patitas de bailaor, déjame una mota!
Moscas y polvareda. Negrea el tendido en las entradas de la plaza. Disputas taurómacas. Impacientes empellones.
¡Naranjas! ¡Naranjas! ¡Fresa! ¡Fresquita!... ¡De la Fuente del Berro! ¡Aleluyas de don Perlimplín! ¡Risa para un año! ¡El programa de la corrida! ¡El horroso crimen de la Solana!

Ramón María del Valle-Inclán



lunes, 4 de noviembre de 2013

Rafael el Gallo, broncas por ovaciones

23 de junio. Lluvia de almohadillas

Gallito y el tendido 8


  La figura torera del día, pese a los eternos detractores de todo el que se encumbra, une a sus méritos artísticos detalles casi relegados al romanticismo taurino.
  En estos tiempos de pesetas a porrillo y contrata en blanco, es una verdadera anomalía el gallardo espectáculo del desquite en una fiesta como la de los toros, toda pasión y entusiasmo.
  ¡El desquite! He aquí la faena que ha mantenido la afición en todos los tiempos y ha consolidado más de una vez una reputación taurina.
  Los anales del toreo están salpicados de hechos, verdaderos acicates de la pasión por la fiesta de toros.
  ¿Quién no ha oído mil veces el caso de la campana de Lagartijo en la plaza de Sevilla?
  ¿Quién no recuerda clamorosos desquites de Frascuelo, Mazzantini, Espartero y Guerrita?
  ¿Y quién, al escuchar tales hazañas, no evoca tiempos mejores que no tienen la prosaica monotonía de nuestra época? 
***
 
 Si Rafael el Gallo no tuviera en su haber los copiosos laureles de una campaña lucidísima, justificaría un partido con el solo fundamento de sus famosos desquites.
  Un toro al corral, el mayor de los ludibrios, tiene como compensación a los tres días una faena soberana, única indescriptible.
  La condenación unánime, contundente, de todo un tendido, se trueca en ocho días en clamorosa apoteosis del torero artista.
  Y la discusión que encumbra y la diatriba que da reclamo, viene como consecuencia lógica de tales hechos.
  Pública es la repulsa hecha al lidiador gitano por el tendido 8 de la Plaza de Madrid, durante la tarde del 23 de junio próximo pasado.
  Un juicio de faltas en el que quedó demostrada la sinrazón del respetable, parecía haber abierto un abismo entre el torero y el público del tendido 8.
  Y he aquí que Rafael Gómez sale a torear al domingo siguiente, y retando a sus enemigos, que no otra cosa fue el brindis al huraño tendido, realiza una faena de muleta sólo comparable por su adornada elegancia a otra notable del mismo torero: la famosa del día de San Isidro.
  Los detractores del gitano, los hombres de las almohadillas, los condenados material y moralmente por el Tribunal municipal, no obstante el rentoy, batieron palmas ante el mérito indiscutible de la labor de Gallito. La paz entre los enemigos quedó firmada por obra y gracia del arte y el clasicismo torero.
  Sobre el mismo suelo que hollaron en otra tarde dos docenas de almohadillas, rodaron en esta los sombreros que tributaban al héroe el triunfal homenaje.
  Las viñetas de estas planas dan gráfica idea del contraste entre ambos casos, que pintan la especial idiosincrasia de un torero.
 
*** 

30 de junio. Lluvia de sombreros




  - Otra vez Gallito -estamos oyendo decir al lector malévolo.
  Sí, querido amigo, otra vez Gallito, porque él, y solo él, con sus triunfos, sus fracasos, sus desmayos, sus desquites, su despunte sobre lo vulgar, en una palabra, justifica la supremacía de su nombre en la publicidad taurina.
  ¡Y ahora, llámennos ustedes gallistas!... que es lo mismo que si llamaran demócrata a El Universo porque en su sección política habla de Canalejas...
 
The Kon Leche, edición del 7 de julio de 1912

domingo, 3 de noviembre de 2013

100 entradas y un Victorino

100entradas100 en Dominguillos. Cambio de imagen aunque misma línea e independencia.
Y de regalo la lidia de un Victorino en la llamada "corrida del siglo", por el maestro Luis Francisco Esplá; sí, maestro, esto es, dominador de todas las suertes y de todo tipo de toros. Sirva como ejemplo la lidia de este ejemplar, desde salida hasta la estocada final, con todo un compendio de suertes, recursos y adornos. Un pequeño muestrario de la grandeza sin igual del arte de lidiar toros.
 
¡Larga vida a Dominguillos y larga vida a la Fiesta de los Toros! 
 
 

 
  

 
 

viernes, 1 de noviembre de 2013

Barrabás, de Pérez de la Concha


Barrabás

de Concha y Sierra * Motivó la pérdida del ojo derecho al valiente espada Manuel Domínguez
Lidiado Barrabás en el Puerto de Santa María el 1º de junio de 1857, peleó con excesiva blandura, llegando a muerte receloso, y al atacarle en tablas, el Sr. Manuel dio una estocada muy trasera, siendo enganchado por debajo del brazo derecho, y al sacudirle en el derrote Barrabás, fue cuando notó el buen matador Domínguez (según relato del propio interesado a quien esto escribe), que había perdido el ojo derecho; pues si bien, ya en el suelo, recibió otro puntazo por debajo de la mandíbula, cuando ocurrió esto tenía dicho ojo fuera de su órbita.
-o-
Nota: Nos advierte Antonio Pineda, perspicaz aficionado, que el hierro de Barrabás se corresponde con Pérez de la Concha y, efectivamente, así es. Según he observado, los autores de la época llamaban Concha y Sierra a la ganadería de Pérez de la Concha, habiendo sido creada ésta por don Joaquín de la Concha y Sierra entre los años 1824/1830, quien ponía a sus toros divisa celeste y rosa. No cabe duda que de este extremo se trata, pues la ganadería de Concha y Sierra que a día de hoy conocemos no se creó hasta el año 1873, por don Fernando de la Concha y Sierra, luciendo divisa blanca, negra y plomo. Quede constancia.