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domingo, 8 de mayo de 2016

Goya, "antitaurino"


   Es de tal envergadura la mamarrachada y la inmoralidad a la que se ha prestado una institución como la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando que no sabe uno por dónde empezar. No solo por el revisionismo arbitrario que se hace sobre los gustos del pintor taurófilo por antonomasia, que no viene de nuevas según nos están recordando eminentes aficionados, sino por acoger una exposición que dice barbaridades lindando con el delito del tipo: "los toreros son psicópatas", dentro de un establecimiento favorecido por el Ministerio de Cultura, encargado de custodiar y difundir nuestra historia y nuestro arte; o que un grupito de maleantes, condenados por atentar contra el orden público y apologistas de la violencia, se dediquen a recoger libros para enviarlos a la muy ilustre, antigua, coronada, leal y nobilísima villa de Tordesillas. Un regodeo de pretendida superioridad cultural y moral, con propósito de humillar a todo un pueblo, verdaderamente repugnante. Todo esto, como digo, bajo el auspicio de la Real Academia, la misma que en su propia guía del museo, en la página 222, hablando de la pintura goyesca "Toros en un pueblo", dice textualmente: "Este cuadro refleja la afición taurina de Goya que desde joven frecuentó capeas y corridas en las que él mismo participaba".

Los urbanitas antitaurinos de hogaño, tan alejados de la realidad real de la naturaleza, tan prestos insultando al aficionado a toros y a dar lecciones de maltrato mientras tiran de la correa de un perro condenado a las cuatro paredes de un piso, normalmente capado, e incluso de raza cazadora que jamás sabrá lo que es correr detrás de una presa; pretenden atribuirle a Goya lo mismo que se les pasa a ellos por su estrecha cabeza cuando ven una pintura de tema taurino. De resultas tenemos un aderezo de tergiversación histórica, pensamiento antropomorfista y publicidad antitaurina para gente naíf.


Martincho vuelca un toro en la plaza de Madrid. Lo que traduciríamos como "suerte de mancornar", empleada en el campo y con mucho arraigo en Portugal


La exposición aprovecha el segundo centenario de la serie La Tauromaquia (1816) pero es tan paranoica que está encabezada por una estampa de Los toros de Burdeos (1825). Ciertamente, como taurófilo y modesto aficionado al arte, observando las estampas de ambas colecciones no dejo de descubrir nuevos detalles y de acrecentar mi admiración por este artista inalcanzable. Goya nos regala las fotografías de tauromaquias y suertes pretéritas que nunca tuvimos, y los que gustamos de ahondar en la historia de los toros siempre estaremos en deuda con don Francisco, "el de los toros", como le gustaba firmar algunas cartas.

¿Puede alguien creerse que un aficionado a los toros de toda la vida, reniegue en la vejez de su pasión y tres años antes de morir, frente a la oportunidad de creación y los avances que le ofrecía el establecimiento litográfico de Gaulon, en Burdeos, se inclinara a realizar una serie de cuatro estampas y escogiese el tema taurino? Responder a esta pregunta, como la exposición de la Real Academia, no tendría ninguna base científica. Afortunadamente, son muchos los historiadores y los documentos (suscritos por el propio Goya), que prueban de modo fehaciente la afición del genio aragonés. Y si no, qué diantres, miren su obra.

Si el ajetreo de la feria de San Isidro lo permite iré prorrogando esta serie y de paso nos deleitamos con la pintura taurina de Goya. A no ser que los animalistas decidan vilipendiar a Picasso y tengamos que cambiar por estilos más vanguardistas. Mientras tanto, enlazo algunos de los artículos más jugosos que hasta el momento se han publicado, comentando la bajeza de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de los animalistas no esperábamos menos.

Andrés Amorós, en ABC.

José Ramón Márquez, en Salmonetes.

José María Moreno Bermejo, en Del toro al infinito.

Fernando Fernández Román, en La República.

Benjamín Bentura Remacha, en Del toro al infinito.



Francisco de Goya y Lucientes. Autorretrato ante su caballete, hacia 1785
(Expuesto en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y descargado de su web)

Chupa y camisa de chorreras del mismo estilo que en el retrato que hizo de Costillares, taleguilla, medias con espiga, manoletinas... ¡torero!

sábado, 19 de marzo de 2016

Andrés Amorós en la revista Taurodelta

P | En ese aspecto hemos evolucionado.
R | Sí, con la democracia hemos aprendido que las aficiones no te marquen ni ideológica ni políticamente. Y digan lo que digan, la Fiesta siempre ha sido de todos los españoles, ni de los ricos ni de los pobres, de todos.

P | Ha escrito sobre la evolución de los espectáculos en España, ¿cómo lo han hecho los toros? 
R | Hablar de eso es bien fácil. Si partimos de la época de Goya, a finales del siglo XVIII, es cuando nace el toreo moderno, las plazas, también surgen las ganaderías, se ordena la lidia y se redactan las primeras tauromaquias. Esto significa que el toreo, en contra de lo que dice la gente, es fruto de la ilustración, de la razón, no de la espontaneidad salvaje; eso es cultura, porque es regla, orden... Durante el siglo XIX, los toros se convirtieron en una pasión nacional hasta tal punto que, cuando el desastre del 98, sólo el teatro y los toros movilizaban a la gente, sobre todo aquí, en Madrid. Y eso se puede demostrar. Después llegará una edad de oro del toreo, con Joselito y Belmonte, luego una edad de plata, con grandiosos toreros. Será tras la guerra civil cuando surjan los problemas: baja el toro, se cometen una serie de fraudes y, además, la tauromaquia como espectáculo se encuentra con la competencia de otros espectáculos. También ocurre que la sociedad pasa de ser agraria a ser urbana, lo que de alguna manera aleja a la gente de los toros.

P | ¿Afirmaría que la Fiesta, actualmente, resulta un anacronismo?
R |... Bien, anacronismo, ¿qué estamos queriendo decir con anacronismo?

P | Pues algo como ver una lata de Coca-Cola en un decorado de la Edad Media.
R | Sí, lo he entendido, pero a ver cómo me explico... Mi respuesta es ‘no’, a pesar de que Luis Miguel repetía mucho, medio en broma, que él era un “anacronismo viviente”, cosa que pensó un día que, estando vistiéndose de torero, vio pasar un reactor. Y yo lo que suelo hacer es preguntar con frecuencia si hoy, por ejemplo, es un anacronismo un soneto, la ópera o la danza clásica. Estas manifestaciones, como el toreo, son un arte y en arte no existen anacronismos. Hay que pensar que en el arte no se avanza, es intemporal, está presente siempre. Así como Las Cuatro Estaciones de Vivaldi la consideramos una obra actual, o el Quijote, escrito en el XVII, no podemos afirmar que Delibes sea mejor autor que Quevedo.

P | Y si hablamos sólo de toros.
R | Si hablamos sólo de toros, que es algo que todo el mundo identifica con lo español, citaría a mi maestro, don Américo Castro, quien decía que para expresar la peculiar ‘vividura’ hispánica nada mejor que la Fiesta Nacional. Él, precisamente, no era aficionado. Tampoco lo fue Madariaga y reconoció que el toreo era el arte más completo, o Tierno Galván que definió a la Fiesta como el mayor acontecimiento nacional.


jueves, 29 de octubre de 2015

Opinar de toros

Por Andrés Amorós, en la obra El Cossío.


  No es raro identificar la fiesta de los toros con la mentalidad castiza, cerril, antieuropea; con el golpismo reaccionario; con la pobreza intelectual. Todo eso puede ser verdad en muchos casos, pero no es necesariamente así.
  Al decir esto no hablo solamente como aficionado, sino con la serenidad del historiador que ha aportado un montoncito de fichas bibliográficas. En este recorrido por un tema literario nos hemos encontrado con nombres como los de Unamuno y James Joyce, Octavio Paz y Francisco Nieva, Michel Leiris y Hemingway, Álvarez de Miranda y Tierno Galván, Américo Castro, Bergamín y Francisco Umbral, además de todos los poetas del 27. Si los límites hubieran sido otros, habría añadido, entre otros, a Picasso y Orson Welles, a Antonio Machado y Valle-Inclán. Después de estos hombres, ¿se puede hablar, exclusivamente, de ideología derechista, de pobreza cultural?
  Parece claro que la fiesta ha impresionado fuertemente la sensibilidad de tantos grandes escritores, españoles o no. Y que la mayoría de nuestros pensadores han reflexionado sobre los toros como fiesta nacional -tópico y verdad, a la vez-, que algo debe de tener que ver con nuestra "vividura" hispánica.

  Recurro -como todos, supongo- a mis recuerdos. En los toros he conocido, junto a muchos energúmenos, a Ernesto Hemingway y Deborah Kerr, a Orson Welles y Lauren Bacall. He visto alguna corrida junto a Domingo Ortega o Luis Miguel Dominguín: estaban callados o comentaban muy poco, en voz baja y con benevolencia para el torero.
  Hace unos meses, en el San Isidro de 1981, he comprobado cómo la fiesta parece renacer: he visto aguantar trombas de agua a José Bergamín y Rafael Alberti; a Fernando Savater, lector de Bergamín, redescubriendo en Paula la "música callada"; a Francisco Nieva, tomando apuntes en su diario dibujado; a Fernando Sánchez Dragó, trinando contra los funcionarios del toreo; a Juan Gómez Soubrier, discutiendo un ayudado por bajo; a Federico Jiménez Losantos, planeando viajes taurinos; a Félix Grande, reviviendo noches de flamenco, vino y rosas. He cambiado pullas con Alfonso Guerra sobre el eterno problema de Curro Romero. Y a la salida, después de una tarde gloriosa, a todos ellos, y muchos más pegando pases por la calle de Alcalá. 
  Algunos ensayistas y pensadores -creo- se acercan a los toros para escribir un artículo, por lo menos; por lo más para formular una teoría sociológica o filosófica de presunta validez universal. La sensibilidad de los poetas no suele permanecer indiferente ante la belleza plástica del espectáculo y el dramatismo de un momento irrepetible.

Orson Welles en Sevilla

  Después de resumir tantas teorías y opiniones, permítaseme, muy brevemente, resumir la mía. No me interesan demasiado las polémicas entre los partidarios y los enemigos de la fiesta. En definitiva, todo es cuestión de gustos. Y, para apreciar algo, hace falta conocer mínimamente sus reglas. A todos los españoles que hemos visto por primera vez un partido de béisbol nos ha parecido algo aburrido, repetitivo, sin ningún interés, pero millones de americanos se apasionan por ese juego y no hay razón suficiente para pensar que todos ellos son estúpidos. Podemos irnos del estadio a los pocos minutos, como los turistas americanos o japoneses que abandonan el tendido al terminar el primer toro, porque todos les parecen iguales (peor para ellos). Lo que no debemos -creo- es escribir sobre baseball solo por esos minutos que hemos pasado, a disgusto, en un estadio yanqui; y todavía menos, sacar de ellos conclusiones teóricas sobre la historia, la psicología o la antropología cultural de los norteamericanos.
  En realidad, cualquier espectáculo, visto desde fuera, sin conocer mínimamente sus reglas ("su código", dicen algunos), sin participar en él, resulta absurdo, un nonsense. Ver bailar a la gente a través de un cristal, sin oír la música, es algo decididamente cómico. No más, en todo caso, que ver correr a unos mozos, en calzón corto, peleándose por una pelotita; o ver a una joven, con faldita corta blanca, intentando mantener el equilibrio y dar vueltas sobre las puntas de los pies; o ver... (ponga cada uno lo que su libidinosa imaginación le sugiera).

  He mencionado la palabra "reglas": me parece evidente que, con demasiada frecuencia, se suele olvidar que el toreo las tiene. Porque no se trata, ante todo, de ponerse más o menos bonito, de revivir antiguos mitos precristianos o de expresar la eterna tragedia de nuestra raza. Lo primero es otra cosa. Simplemente, en el ruedo está un toro, un animal peligroso. Lo primero que hay que conseguir, para torear, es que no te mate ni te hiera. Eso -me parece evidente- es anterior a toda estética, a toda metafísica. Lo segundo, quebrantar la fuerza del toro para que, cuando llegue el momento, puedas matarlo. Lo tercero, lograr que te obedezca, para que puedas realizar la faena sin riesgo grave de cogida. Todo esto -tan prosaico, tan evidente- se llama lidia y se basa en unas reglas que no son caprichosas ni están hechas a priori, sino que han sido descubiertas y renovadas por los toreros, en su práctica, desde hace muchos años. Solo sobre este fundamento puede manifestarse la personalidad individual del torero, su inspiración para cumplir las reglas, renovarlas o destrozarlas. (Igual que la originalidad del escritor, quiéralo o no, porque detrás de él hay una tradición literaria). Y, así, crear belleza.

Toros de Cuadri en el campo

  Lo más interesante del caso es que el torero no se enfrenta a un teorema, a una cuestión fijada de antemano, sino a un animal singular, imprevisible. Cada toro es hijo de su padre y de su madre. Por eso, la cualidad más necesaria en un torero, la más difícil de poseer, es la intuición para ver claro y apreciar, en un segundo, las cualidades de ese toro, y así acomodar a ellas su forma de torear. Ahí, desde luego, un error se paga muy caro. 
  El verdadero arte del toreo no consiste en ponerse bonito, en andar con más o menos gracia, sino en darle a cada toro la lidia que necesita, la que está pidiendo. El buen aficionado es el que observa al animal, es capaz de apreciar sus condiciones y, en función de ellas, valora lo que hace el torero. El simple espectador -no aficionado- es el que pide, siempre, el mismo tipo de faena. El mal torero es el que trae la faena hecha, desde el hotel, sea cual sea el toro que le corresponda. 

  Entender los toros es muy difícil. Hace falta haber visto muchas corridas, no basta con ir el día de la fiesta de mi pueblo. Sobre todo, hay que saber ver las condiciones del animal. Y eso, en nuestra cultura urbana, no es fácil.
  Para apreciar buena literatura, además de la sensibilidad, hace falta haber leído bastante. No estorbará, tampoco, haber intentado escribir: aunque los resultados fueran mediocres, así se habrán podido apreciar, en vivo, las dificultades de este oficio.
  ¿Sucede lo mismo con los toros? Exactamente igual, creo. Por eso hay pocos auténticos aficionados en los miles que llenan una plaza. El turismo extranjero ha aumentado el problema, claro; pero no es solo culpa de los turistas. Entre los españoles que acuden a una plaza, muy pocos se han puesto delante de una vaquilla, alguna vez o, simplemente, han visto las reacciones de los toros en el campo; la mayoría, han acudido allí como otra diversión, sin saber demasiado de qué va la cosa.

  De todos modos, entender y valorar rápidamente las condiciones del animal es algo muy difícil. Ni siquiera muchos toreros saben demasiado de eso. Además de costumbre, oficio, se necesita una peculiar intuición. El buen aficionado sabe que hay que ir a la plaza con humildad, dispuesto siempre a aprender. Antes cité una frase del maestro Corrochano: "¿Qué es torear? Yo no lo sé. Creí que lo sabía Joselito y vi cómo le mató un toro".
  Lo que uno propondría -si le pidieran opinión- es muy sencillo: ver el toro. Intentar entenderlo y valorar lo que hace el torero con ese toro concreto. Callarse. De momento, al menos, no escribir. Si es posible, disfrutar. Y, si se tiene alguna oportunidad, intentar ver los toros de cerca, en el campo. 
  Con esto -y la dosis necesaria de amor, paciencia y suerte- podemos vivir, en cualquier plaza, tardes inolvidables, "momentos mágicos".