jueves, 29 de octubre de 2015

Opinar de toros

Por Andrés Amorós, en la obra El Cossío.


  No es raro identificar la fiesta de los toros con la mentalidad castiza, cerril, antieuropea; con el golpismo reaccionario; con la pobreza intelectual. Todo eso puede ser verdad en muchos casos, pero no es necesariamente así.
  Al decir esto no hablo solamente como aficionado, sino con la serenidad del historiador que ha aportado un montoncito de fichas bibliográficas. En este recorrido por un tema literario nos hemos encontrado con nombres como los de Unamuno y James Joyce, Octavio Paz y Francisco Nieva, Michel Leiris y Hemingway, Álvarez de Miranda y Tierno Galván, Américo Castro, Bergamín y Francisco Umbral, además de todos los poetas del 27. Si los límites hubieran sido otros, habría añadido, entre otros, a Picasso y Orson Welles, a Antonio Machado y Valle-Inclán. Después de estos hombres, ¿se puede hablar, exclusivamente, de ideología derechista, de pobreza cultural?
  Parece claro que la fiesta ha impresionado fuertemente la sensibilidad de tantos grandes escritores, españoles o no. Y que la mayoría de nuestros pensadores han reflexionado sobre los toros como fiesta nacional -tópico y verdad, a la vez-, que algo debe de tener que ver con nuestra "vividura" hispánica.

  Recurro -como todos, supongo- a mis recuerdos. En los toros he conocido, junto a muchos energúmenos, a Ernesto Hemingway y Deborah Kerr, a Orson Welles y Lauren Bacall. He visto alguna corrida junto a Domingo Ortega o Luis Miguel Dominguín: estaban callados o comentaban muy poco, en voz baja y con benevolencia para el torero.
  Hace unos meses, en el San Isidro de 1981, he comprobado cómo la fiesta parece renacer: he visto aguantar trombas de agua a José Bergamín y Rafael Alberti; a Fernando Savater, lector de Bergamín, redescubriendo en Paula la "música callada"; a Francisco Nieva, tomando apuntes en su diario dibujado; a Fernando Sánchez Dragó, trinando contra los funcionarios del toreo; a Juan Gómez Soubrier, discutiendo un ayudado por bajo; a Federico Jiménez Losantos, planeando viajes taurinos; a Félix Grande, reviviendo noches de flamenco, vino y rosas. He cambiado pullas con Alfonso Guerra sobre el eterno problema de Curro Romero. Y a la salida, después de una tarde gloriosa, a todos ellos, y muchos más pegando pases por la calle de Alcalá. 
  Algunos ensayistas y pensadores -creo- se acercan a los toros para escribir un artículo, por lo menos; por lo más para formular una teoría sociológica o filosófica de presunta validez universal. La sensibilidad de los poetas no suele permanecer indiferente ante la belleza plástica del espectáculo y el dramatismo de un momento irrepetible.

Orson Welles en Sevilla

  Después de resumir tantas teorías y opiniones, permítaseme, muy brevemente, resumir la mía. No me interesan demasiado las polémicas entre los partidarios y los enemigos de la fiesta. En definitiva, todo es cuestión de gustos. Y, para apreciar algo, hace falta conocer mínimamente sus reglas. A todos los españoles que hemos visto por primera vez un partido de béisbol nos ha parecido algo aburrido, repetitivo, sin ningún interés, pero millones de americanos se apasionan por ese juego y no hay razón suficiente para pensar que todos ellos son estúpidos. Podemos irnos del estadio a los pocos minutos, como los turistas americanos o japoneses que abandonan el tendido al terminar el primer toro, porque todos les parecen iguales (peor para ellos). Lo que no debemos -creo- es escribir sobre baseball solo por esos minutos que hemos pasado, a disgusto, en un estadio yanqui; y todavía menos, sacar de ellos conclusiones teóricas sobre la historia, la psicología o la antropología cultural de los norteamericanos.
  En realidad, cualquier espectáculo, visto desde fuera, sin conocer mínimamente sus reglas ("su código", dicen algunos), sin participar en él, resulta absurdo, un nonsense. Ver bailar a la gente a través de un cristal, sin oír la música, es algo decididamente cómico. No más, en todo caso, que ver correr a unos mozos, en calzón corto, peleándose por una pelotita; o ver a una joven, con faldita corta blanca, intentando mantener el equilibrio y dar vueltas sobre las puntas de los pies; o ver... (ponga cada uno lo que su libidinosa imaginación le sugiera).

  He mencionado la palabra "reglas": me parece evidente que, con demasiada frecuencia, se suele olvidar que el toreo las tiene. Porque no se trata, ante todo, de ponerse más o menos bonito, de revivir antiguos mitos precristianos o de expresar la eterna tragedia de nuestra raza. Lo primero es otra cosa. Simplemente, en el ruedo está un toro, un animal peligroso. Lo primero que hay que conseguir, para torear, es que no te mate ni te hiera. Eso -me parece evidente- es anterior a toda estética, a toda metafísica. Lo segundo, quebrantar la fuerza del toro para que, cuando llegue el momento, puedas matarlo. Lo tercero, lograr que te obedezca, para que puedas realizar la faena sin riesgo grave de cogida. Todo esto -tan prosaico, tan evidente- se llama lidia y se basa en unas reglas que no son caprichosas ni están hechas a priori, sino que han sido descubiertas y renovadas por los toreros, en su práctica, desde hace muchos años. Solo sobre este fundamento puede manifestarse la personalidad individual del torero, su inspiración para cumplir las reglas, renovarlas o destrozarlas. (Igual que la originalidad del escritor, quiéralo o no, porque detrás de él hay una tradición literaria). Y, así, crear belleza.

Toros de Cuadri en el campo

  Lo más interesante del caso es que el torero no se enfrenta a un teorema, a una cuestión fijada de antemano, sino a un animal singular, imprevisible. Cada toro es hijo de su padre y de su madre. Por eso, la cualidad más necesaria en un torero, la más difícil de poseer, es la intuición para ver claro y apreciar, en un segundo, las cualidades de ese toro, y así acomodar a ellas su forma de torear. Ahí, desde luego, un error se paga muy caro. 
  El verdadero arte del toreo no consiste en ponerse bonito, en andar con más o menos gracia, sino en darle a cada toro la lidia que necesita, la que está pidiendo. El buen aficionado es el que observa al animal, es capaz de apreciar sus condiciones y, en función de ellas, valora lo que hace el torero. El simple espectador -no aficionado- es el que pide, siempre, el mismo tipo de faena. El mal torero es el que trae la faena hecha, desde el hotel, sea cual sea el toro que le corresponda. 

  Entender los toros es muy difícil. Hace falta haber visto muchas corridas, no basta con ir el día de la fiesta de mi pueblo. Sobre todo, hay que saber ver las condiciones del animal. Y eso, en nuestra cultura urbana, no es fácil.
  Para apreciar buena literatura, además de la sensibilidad, hace falta haber leído bastante. No estorbará, tampoco, haber intentado escribir: aunque los resultados fueran mediocres, así se habrán podido apreciar, en vivo, las dificultades de este oficio.
  ¿Sucede lo mismo con los toros? Exactamente igual, creo. Por eso hay pocos auténticos aficionados en los miles que llenan una plaza. El turismo extranjero ha aumentado el problema, claro; pero no es solo culpa de los turistas. Entre los españoles que acuden a una plaza, muy pocos se han puesto delante de una vaquilla, alguna vez o, simplemente, han visto las reacciones de los toros en el campo; la mayoría, han acudido allí como otra diversión, sin saber demasiado de qué va la cosa.

  De todos modos, entender y valorar rápidamente las condiciones del animal es algo muy difícil. Ni siquiera muchos toreros saben demasiado de eso. Además de costumbre, oficio, se necesita una peculiar intuición. El buen aficionado sabe que hay que ir a la plaza con humildad, dispuesto siempre a aprender. Antes cité una frase del maestro Corrochano: "¿Qué es torear? Yo no lo sé. Creí que lo sabía Joselito y vi cómo le mató un toro".
  Lo que uno propondría -si le pidieran opinión- es muy sencillo: ver el toro. Intentar entenderlo y valorar lo que hace el torero con ese toro concreto. Callarse. De momento, al menos, no escribir. Si es posible, disfrutar. Y, si se tiene alguna oportunidad, intentar ver los toros de cerca, en el campo. 
  Con esto -y la dosis necesaria de amor, paciencia y suerte- podemos vivir, en cualquier plaza, tardes inolvidables, "momentos mágicos".

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