A ninguna persona que tenga conocimientos básicos en materia taurina se le escapa el hecho de que Madrid es la primera plaza del mundo y en consonancia el toro que se lidia en su ruedo es y debe ser el de mayor presencia y seriedad que pueda admirarse en cualquier recinto dedicado a la tauromaquia.
La seña de identidad del toro de Madrid es el trapío, entendido éste como la sensación de conjunto que transmite el animal en plenitud, su aspecto intimidatorio que va más allá del simple desarrollo corporal y que en esta plaza se entiende con inteligencia y se fundamenta en sus dos parámetros principales, que son la integridad y la relatividad.
La integridad, al menos aparente, es la base para que un toro pueda tener trapío, ya que éste es incompatible con cualquier tipo de manipulación, lo sea de los cuernos o de cualquier otra naturaleza. En este sentido y afortunadamente, Madrid aún marca un abismo diferencial con respecto al lamentable estado de las defensas que se aprecia en los ejemplares que salen a la arena en la mayoría de las plazas, incluso en otras que están consideradas de primera categoría.
El paso de los años ha extendido una capa de tolerancia generalizada hacia este fraude en todos los sectores que tienen que ver con la tauromaquia, de forma que se encubre y se consiente hasta el punto que está mal visto que a estas alturas alguien salga a clamar en el desierto denunciando una situación que cada temporada es más abusiva y, si uno osa hacerlo aún, se le censura, se le silencia o se le tilda de trasnochado sin darle la menor importancia para ver si acaba por aburrirse.
La relatividad, el otro punto al que hacía referencia, consiste en huir por parte de la afición de un concepto rígido y universal en cuanto al trapío de los toros y reconocer las diferencias morfológicas y de comportamiento que marcan sus diferentes orígenes genéticos a través de la variedad de encastes que configuran la Metarraza de lidia.
La afición de Madrid ha sabido mantener el equilibrio en esta cuestión, conjugar la exigencia de la máxima seriedad con el reconocimiento de las características genuinas de cada variedad racial, sin caer en los estereotipos que son tan dañinos y respetando aquellos encastes que tienen menor formato, a sabiendas de que suelen tener más contenido que continente, como ocurre con el de Santa Coloma por citar un ejemplo.
Madrid es uno de los pocos sitios donde aún se sabe diferenciar la seriedad del tamaño desmedido, donde se valora la variedad frente a la monografía que siempre trata de imponer el sector profesional y por eso es prácticamente el único reducto importante que aún les queda a los aficionados amantes del toro, más allá de la pequeña aportación que puedan hacer algunas ferias temáticas en lugares concretos de España y Francia, donde aún se antepone al gran protagonista de la fiesta.
Pero llegar a consolidar ese
equilibrio en la seriedad ha supuesto para la afición un esfuerzo constante. El
sector profesional no siempre camina en la misma dirección y no desiste en
buscar las formas para imponer su conveniencia. Por eso no fue fácil pasar de
ese toro de presencia escasa que se lidiaba casi siempre hasta mediada la
década de los años setenta en el pasado siglo y del que hoy se dice con razón
que jamás se admitiría en esta plaza ni en una novillada sin picar. Por
entonces la única opción para ver toros con seriedad y trapío pasaba por las
corridas del verano, que muchas veces sobrepasaban la edad reglamentaria hasta
que se instauró el Registro de Nacimientos de Reses de Lidia en 1969 y empezó a
controlarse esta cuestión oficialmente.
Pero independientemente de lo anterior, donde el toro de Madrid aventaja al de cualquier otra plaza es en la pluralidad. A pesar del excesivo número de ejemplares derivados de encaste Domecq que salen cada año al ruedo de Las Ventas, esta plaza es la única de España donde también hay cabida para la presencia de toros de otros encastes y los murubes, saltillos, santacolomas, albaserradas, atanasios, torrestrellas y Núñez, entre otros, rompen la monotonía argumental que impera en los restantes lugares por culpa del monoencaste.
Adolfo Rodríguez Montesinos para La voz de la afición nº 63