lunes, 18 de noviembre de 2013

Público de Madrid

  En todas las manifestaciones de la literatura o el arte, allí donde el ingenio presenta sus obras a la multitud esperando el fallo, la multitud madrileña juzga con un criterio, con una elevación de miras, con una verdad que se impone siempre.
  Y es que entre esa multitud están los mejores artistas, los más concienzudos críticos, los más reputados literatos; está la masa que, a fuerza de ver a diario hermosas producciones de todo género, ha desarrollado el sentimiento estético, juzga por él y rara vez se equivoca. 
  Para que un pintor, un músico, un literato, un cantante, todo el que algo produce o algo significa en la sociedad tenga un nombre, es preciso que lo otorgue Madrid, y si con él viene de otras partes y aquí no se sanciona aquel nombre, aquella reputación, aquel valer, son puramente nominales, no se cotizan, resultan ilusiorios.
  Esto, que sucede en cualquier esfera donde la inteligencia y el arte se desarrollen, se verifica en mayor escala tratándose de la fiesta de toros.
  Por las visicitudes que ha tenido en Madrid y reseñadas quedan a grandes rasgos en este libro, el público madrileño ha llegado a identificarse de tal manera con nuestro espectáculo, que forma parte integrante de su manera de ser, y en todo tiempo las corridas de toros han influído poderosamente en este pueblo.
  Diríase que con ellas iba el engrandecimiento progresivo de la población.

  Al edificarse la Plaza Mayor, antiguo circo taurino de los caballeros, la corte se agrupó en derredor del coso, hiciéronse magníficas construcciones, la villa se engrandeció por aquel sitio.
  Parecía la fiesta el heraldo del progreso; y así como el vicio se anidaba en las cercanías de los monasterios, la civilización marchaba en pos de la Plaza.
  En el archivo del Ayuntamiento existe una cédula fechada en 28 de julio de 1541, en la que se ordena "que las casas de la mancebía pública, que están cerca de la Puerta del Sol, se trasladen a otro punto más distante y apartado del camino que va a los monasterios de San Jerónimo y de Atocha, a cuya solicitud se manda dicha traslación, para evitar los escándalos que presenciaban los fieles que concurrían a dichos monasterios".
  En contraposición a esta cédula hay otra de 1634, en la que el rey queda complacido de la conducta de la Villa, por el impulso dado "a las nuevas edificaciones junto a la Plaza Mayor".
  Cuando la fiesta de toros tuvo Plaza ad hoc fuera de la Puerta de Alcalá, Madrid se extendió por aquella parte, formándose la principal arteria de la población; y cuando ya enclavado el edificio taurino en una populosa barriada a la moderna, fue preciso trasladarlo al lugar que hoy  ocupa, el aumento de la Villa siguió hasta allí, dando valor inmenso a lo que antes no lo tenía y llevando a las clases acomodadas por aquellos sitios que parecían perpetuamente reservados a modestos merenderos.

Vista de la calle de Alcalá hacia 1760, por Antonio Joli. Al fondo la Plaza de Toros de la época y la Puerta de Alcalá predecesora a la existente

  Para estudiar al público de Madrid hay que acudir a las corridas de toros.
  En otro cualquier espectáculo, se halla, puede decirse, sólo una parte de aquel.
  En los toros está representado todo. Las clases sociales desde las más elevadas hasta las más pobres; así los grandes pensadores como las inteligencias más adocenadas; lo mismo las primeras jerarquías de la nación como el más humilde jornalero, asisten a las corridas con igual entusiasmo, y al entrar en la Plaza las categorías se borran, no hay más que aficionados y un espíritu esencialmente democrático reina en la fiesta.

  El público de Madrid es el más aficionado a toros de todos los pueblos, porque es el más inteligente en la materia. No se tiene afición a lo que no se entiende.
  Esa amalgama de personas que forman el público de nuestro circo descubre allí los diferentes caracteres que la componen, y en medio del bullicio de la fiesta, en la excitación que produce, no es posible sentir algo y no decirlo; tener determinadas simpatías y no expresarlas; abrigar una convicción y no ponerla de manifiesto; no hay medio de sustraerse a la tensión nerviosa que el espectáculo ofrece; hay comezón de hablar, de discutir, de comentar, y se entabla conversación con el vecino, aunque no se le haya visto en la vida, sin mirar quién es. ¿Está allí, sigue con interés la corrida? Pues es un aficionado, un igual.
  A este cambio de impresiones, a esta discusión llevan los unos su ingenio o su gracejo, los otros su práctica de ver toros o la experiencia de muchos años de afición; estos el sentimiento estético; aquellos sus arranques de varonil esfuerzo que quisieran comunicar en todo momento a los lidiadores, resultando de todo esto un conjunto de ideas grandiosas sobre la fiesta que no tiene ni puede tener ningún público, porque no entran en él tales componentes.

Paseíllo en la Plaza de la Fuente del Berro. El público aguarda impaciente
 
  Aquí son consideradas las corridas como un espectáculo que impone; en otras partes como una diversión en la que se pasan alegremente algunas horas.
  Salvo honrosas excepciones, la fiesta de toros en provincias causa penosa impresión a los aficionados de Madrid.
  Cuando un matador torea mucho por provincias sin hacerlo en Madrid, se resabia, adquiere vicios en el toreo, permítaseme la frase, que le hacen perder en la opinión de los aficionados.
  En la Plaza de Madrid se considera al espectáculo con toda seriedad. A veces tal vez con demasiada; no se transige con nada que tienda a convertir la fiesta en entretenido pasatiempo; se ve el mérito allí donde existe; se juzga la suerte bajo la impresión del momento; los denuestos lanzados a un torero se convierten en aplausos a los pocos minutos; sigue el público con tanto interés y tanta inteligencia todos los incidentes de la lidia que no pierde detalle; le entusiasma lo bueno, lo malo le exaspera y hace justicia a todos, hasta al toro. Cuando el animal ha sido noble y bravo y el matador no hace buena faena, se indigna con el diestro porque tal toro no merecía semejante muerte. A veces ciertos toros arrebatan al público y se aplaude al ganadero; en ocasiones se ha llegado hasta impedir que determinadas reses hayan sido muertas y cuando, como sucedió con el toro Jaquetón, esta especie de gracia de indulto se hace imposible, al sacar arrastrado al bruto se le tributa una ovación inmensa que alcanza en aquellos momentos a toda la ganadería.

  El público de Madrid se equivoca pocas veces; lo que aplaude es bueno, lo que censura es malo.
  Cierto que en ocasiones la ignorancia de los menos, cuando alborotan, se impone a la inteligencia de los más que callan; pero esto dura muy poco, el arte triunfa al fin, los ignorantes quedan derrotados, las revistas taurinas que, en medio de sus defectos (no todas), han llevado la lidia en Madrid a su verdadero terreno, se encargan de fustigar a los ignorantes, la lección surte efecto y poco a poco se halla menos que censurar en el público madrileño.

Pascual Millán; Los toros en Madrid, estudio histórico (1890)

No hay comentarios: