Por Andrés de Miguel
Joselito y Belmonte siguen dando
que hablar cien años después de sus alternativas o precisamente por ello.
Además de su importancia en los cambios que darán origen a la organización
moderna de las corridas de toros, en la segunda y tercera década del siglo XX,
tienen también un halo heroico que permite fabular y soñar, tan importante en
la afición a los toros como la asistencia a la plaza.
Clarito, el gran cronista de la
edad de oro del toreo junto con Gregorio Corrochano, define la principal razón
de la importancia de la época con precisión, pues dice que en ese momento
ocurrió “Lo que nunca se vio ni ha vuelto a verse, torear por el estilizado
sistema moderno muchos toros del sistema antiguo”.
La exposición montada por el
Ayuntamiento de Sevilla, sobre ambos toreros y su significado, recoge con
minuciosidad y precisión fotos, carteles, dibujos y pinturas, vestidos y avíos
de torear, recuerdos personales varios y los ordena en un bello espacio en el
antiguo Convento de Santa Clara vecino a la Alameda de Hércules, barrio
taurino, donde tuvo su residencia la familia Gómez Ortega.
Cuando visité la exposición,
estaba en el patio de dicho convento Rafael de Paula, quien era seguido con
expectación por un nutrido grupo de aficionados, al que rápidamente me adherí,
que escuchábamos, con la prosa sincopada del torero, tan parecida a su toreo de
altibajos, énfasis y belleza a ráfagas, como relataba un día que Juan Belmonte
le echó unas vacas en su finca de Gómez Cardeña y como se reía cuando las vacas
revolcaban tanto a Rafael como a otro torero principiante, un tal Antonio
Giménez.
Un poco de aire fresco en la
solemne exposición, un trozo de vida entre los recuerdos, viene a afirmar que
el toreo es un arte vivo, que los homenajes son imprescindibles para honrar la
memoria de la profesión, que la historia debe servir para entender el pasado y
no para justificar espuriamente una versión del presente y que no podemos
sustituir lo vivo por lo pintao.
No hay comentarios:
Publicar un comentario