Vaya por delante que entre las pasiones
taurinas más acusadas de un servidor siempre ha figurado con especial devoción
la ganadería de Miura, los que me conocen lo saben. La rusticidad, lo tornadizo
y la inteligencia que caracterizan a los astados miureños son un reflejo fiel
del toro decimonónico, cuando la expresión “rey de la fiesta” no era un tópico
manido y vacuo. Era la época que algunos tratadistas han dado en llamar heroica, anhelo de todo aficionado a
toros que se precie. Continuando hasta hoy, 175 después de que el sombrerero
sevillano Juan Miura, en 1842, impulsado por la afición de su hijo Antonio,
adquiriese un hato de Antonio Gil de Herrera origen Gallardo; 169 años si tenemos
en cuenta la errata del diccionario de la Real Academia Española que nadie se
preocupa en enmendar en cuya entrada sobre miura leemos: “Toro de la ganadería de Miura, formada en 1848 por Eduardo Miura,
famosa por la bravura e intención atribuida a sus reses.” He aquí el toro
que vieron nuestros abuelos en la Plaza Vieja de la carretera de Aragón, el
mismo con el que se asombraron nuestros tatarabuelos en el coso de la Puerta de
Alcalá, donde Goya se nutría de inspiración para sus obras. Porque Miura, con
toda probabilidad, será la única ganadería que ha lidiado en las tres plazas
más importantes que han ido sucediéndose en Madrid, siempre en manos de la
misma familia. Ver una corrida de Miura es el privilegio de presenciar el toro
antiguo, el que puso en aprietos al mismísimo Frascuelo, a Lagartijo… Un viaje
que nos retrotrae en el tiempo. Siempre que el de la A con asas cumpla con las
características atribuidas a esa fiera añeja, lo cual no sucede con la
frecuencia que me gustaría, todo sea dicho.
Ocho temporadas
completas estuvimos sin ver un pitón de Miura en la recia arena venteña, desde
El Toro de Madrid hicimos todo lo posible insistiendo una y otra vez a la
empresa de aquel entonces, “los choperitas”. Yo mismo, a nivel particular, di
la tabarra por tierra, mar y aire, demandando el regreso de los morlacos de
Zahariche, consciente de que la unión de la Casa Miura con Madrid no es menos
tradicional que la mantenida con otras plazas que ahora se entienden como
seculares para ellos. Llegó el ansiado regreso en 2014 con una corrida
aceptable, la del célebre Zahonero; a
la que siguió en 2015 un encierro mediocre, bajo de presencia y sin fuelle; y
en 2016 un gran toro, Tabernero,
dentro de un conjunto discreto en el que se devolvió uno por inválido.
Todas las corridas
de esta última etapa vinieron con pelos cárdenos o negros, ni rastro en cuatro
temporadas consecutivas de la variedad cromática del miura de no hace mucho,
cuestión que no parece casual y que preocupa sobremanera a los aficionados. En
cierta ocasión, encontrándome en el apartado mañanero, al preguntar por la
monotonía de las capas, don Eduardo Miura me despachó con una larga, diciéndome:
“Las camadas vienen así, son casualidades”. Y en noviembre de 2015 en una
tertulia de nuestra asociación en Casa Patas, interrogado por el mismo tema, al
mencionado don Eduardo se le escapó: “Los otros pelos (aquellos que no son
cárdenos o negros) manchan mucho”, restando hierro al asunto. En frase tan
breve dijo mucho. Los ganaderos sabrán lo que hacen en su casa, ahora bien, quitarle
la variedad de pelajes a los miuras es desposeerlos de una de sus señas de
identidad más representativas.
Ninguno de estos
últimos años en Las Ventas presentaron una corrida de las que alegran la
afición sólo por estampa y cuajo, más bien encierros pobres de trapío con un par
de ejemplares serios, consiguiendo así engañar el ojo. El mismo ardid que, generalmente,
han empleado en la presente campaña para lidiar en plazas tan comprometidas
como Sevilla, Madrid, Pamplona, Ceret, Bilbao o Arles. A esta última llegaron
con lo justo por falta de toros y sólo lidiaron tres, convirtiéndose en un
desafío ganadero contra Baltasar Ibán. Dijeron que afrontaban el año de una
efeméride tan longeva como uno más, que no querían hacer nada especial, y dudo
que así fuera viendo la categoría de las plazas que acordaron. El resultado ha
sido mediocre en cuanto a presentación salvando quizá la de Sevilla, rellenando
el resto con un par de toros de respeto, como se ha dicho.
El cénit del
desastre junto con Ceret posiblemente, y éste por cornúpetas razones, fue la tarde
de San Isidro, el domingo 11 de junio, que para colmo atrajo a multitud de
aficionados de otros puntos de España, desgraciados ellos que además del viaje
aguantaron un petardo de proporciones siderales. Dos fueron al corral por
inválidos y pudieron ser más, pero lo más grave fue el aspecto del encierro que
los señores de Zahariche embarcaron para Las Ventas, un conjunto verdaderamente
lamentable. Miuras de plaza de pueblo, con expresiones de novillo y cuerpos no
agalgados, que aceptaríamos, sino raquíticos, especialmente los números 38, 21
y 39; primero, segundo y quinto respectivamente. Daba pena verlos, pensar en el
hierro que llevaban marcado a fuego era descorazonador. Aquello transcurrió
entre protestas y el lógico cabreo de los aficionados, algunos salimos de la
plaza bufando. La mayoría de ganaderías no tienen capacidad para mosquearme más
allá de media hora, otras, por admiración y respeto, como Miura, pueden dejar
una espina clavada. Y es que, ¿dónde queda el crédito de la ganadería si
presentan ese desecho de corrida en Madrid por el 175 aniversario? ¿Por qué, al
menos, no emitieron un comunicado pidiendo disculpas a la afición?
Una máxima que
todo aficionado sabe es que el nivel de casta de las reses no es tan achacable
como otros factores que sí están en manos de los ganaderos, como la integridad
de las reses y el trapío acorde a la plaza donde se lidia, cuestiones que en
una ganadería señorial y de abolengo pensaba que eran tablas de la ley que no
desdeñarían. Desconozco qué estima tendrá la familia Miura por la opinión de
los aficionados, atrás quedó la relación cómplice, de respeto mutuo entre los
fieles (fidelidad con la taquilla de la plaza, se entiende) y los profesionales
de la fiesta. Romanticismos de la época heroica,
viejo manual de valores tauromáquicos. Quiero decir: los actuales ganaderos de
Miura, don Eduardo y don Antonio, han perdido la honra de su divisa para
conmigo, la leyenda y la admiración por la historia de su Casa sigue intacta,
pero la honra como ganaderos la tendrán que volver a conquistar. Y sospecho que
no soy el único.
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