sábado, 20 de octubre de 2018

A la luz del toreo

O cómo el humanismo del Renacimiento estableció la distinción entre personas y animales.



       El Renacimiento renovará y afianzará esta magnífica idea de «universal humano», y la teología española del siglo XVI (Vitoria, Soto, Suárez...) la proyectará con fuerza para defender la humanidad esencial y absoluta de los indígenas recién descubiertos con motivo de la conquista de América. Pero ya antes, a finales del siglo XV, un culto y refinado filósofo italiano, Giovanni Pico della Mirandola, había actualizado y profundizado la cuestión de la privilegiada singularidad humana en su celebérrima Oratio de hominis aignitate (1487). Se trata de un discurso que resultaría clave en el humanismo renacentista y que era culminación de textos anteriores de su propio siglo sobre la excelencia humana, así como referencia de los que vendrían después. En la parte más conocida y aleccionadora de ese Discurso, Pico imagina la tesitura de Dios una vez creado el universo y el mundo angélico, animal y vegetal: «deseó que hubiera alguna criatura capaz de comprender la razón de tal empresa, de amar su belleza, de admirar su grandeza...». El Creador piensa entonces en crear al hombre, pero se da cuenta de que la gran cadena de los seres está completa en todos los órdenes, cada especie con sus rasgos e instintos propios. Decide, pues, crearlo como un ser sin rasgo definido ni determinación alguna, para que, en virtud de su «libre albedrío», se modele en la forma que él mismo quiera. «Podrás degenerar —le dice— en criaturas inferiores, que son los animales brutos; podrás, si así lo dispone el juicio de tu espíritu, convertirte en las superiores, que son seres divinos».

Si la fábula de Pico en este fragmento ha tenido tantísima fortuna en el pensamiento occidental es porque señala sin equívoco posible los fundamentos éticos y existenciales de la antropología humanista, todos ellos elaborados, por cierto, sobre una explícita distancia entre el hombre y el animal. Mientras que este es un esclavo del instinto, solo aquel goza de libertad interior, y ese albedrío es la marca definitoria de su naturaleza y la causa exclusiva de su dignidad como criatura. Esta dignidad surge de la ecuación entre libertad y responsabilidad, dos instancias que no concurren ni en las bestias ni en los seres angélicos. Pico deja bien claro que la ubicación específica del ser humano se encuentra entre los dos polos de la feritas y de la divinitas. El hombre debe ser consciente de esta ubicación para evitar tanto la hybris de parangonarse con Dios como el embrutecimiento que lo aproxime al animal. Pero es evidente que, en este enclave central, su misión de hombre, auspiciada por el libre albedrío, es tender hacia lo alto, alejándose lo más posible de la feritas y aproximándose lo más posible a la divinitas. En esa lucha, precisamente, radica el signo distintivo de su humanitas. Como decía Petrarca, el primer humanista moderno, en Sobre la vida solitaria, la misión del hombre es «revestirse de humanidad y deponer la animalidad» (humanitatem induere feritatemque deponere).


Sergio Aguilar poniendo un par a un toro de Adolfo la pasada Feria de Otoño. Foto: Álvaro Marcos


Como vemos, y al margen de las posturas tradicionales de los teólogos, que apelaban al alma, o de los filósofos, que apelaban al logos (en sus distintas acepciones: razón, discurso, lenguaje), Pico, sin desmerecerlas, plantea otro enfoque más específicamente humanista, aunque no menos radical, para distinguir cualitativamente a los hombres de las bestias; un enfoque que se asienta en la doble condición —noble y miserable— del ser humano y que apela al carácter hondamente trágico de su destino, al hacerle consciente de su limitación y de su muerte. Y un enfoque que gravita sobre el libre albedrío, en virtud del cual, y a diferencia del animal, el hombre es perfectible, es capaz de sobreponerse a su instinto, tiene autonomía para dictarse una ley moral, goza de capacidad para plantearse el «nosce te ipsum» (conócete a ti mismo) como reto y finalidad de su existencia y, en definitiva, atesora la responsabilidad de estar o no a la altura de la dignidad que le corresponde por ser la única criatura verdaderamente libre sobre la tierra. Puede el hombre renunciar a todo eso, y entonces será un hombre animalizado, pero no dejará de ser un hombre. El animal, en cambio, a nada de ello tiene acceso. Por eso sería tan absurdo decir que somos mejores que las bestias como que ellas «son mejores que nosotros» (algo que se oye con harta frecuencia), porque los animales, al carecer de libre albedrío, no pueden valorarse con criterios éticos. La diferencia entre hombres y bestias es, por tanto, abismal en la tradición humanista.


Javier García Gibert. A la luz del toreo, tradición hispánica y humanística en la tauromaquia. Biblioteca Nueva, 2018. Págs. 22-23.


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Aquí queda la recomendación de un libro genial, escrito por el doctor en filología y profesor de literatura clásica española de la Universidad de Valencia, Javier García Gibert, publicado este mismo año. Tras haber leído apenas cincuenta páginas no tengo ninguna duda en declarar que estamos ante una obra de referencia, de todas las que se han publicado, de afirmación de la tauromaquia desde un punto filosófico, esto es, desde la razón. He dejado unos párrafos de los muchos que podría poner en tan pocas páginas leídas, así que no descarto, en un futuro, volver a transcribir alguna otra cita. 

Háganse con él. Merece la pena. 

Un saludo a la afición. Llegan los meses sin festejos taurinos, a cargar pilas y aprovechar para leer de toros. Y buena temporada para los que nos leen al otro lado del charco.


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