¿La muerte es una fiesta?
Cada
país y cada región tiene sus símbolos tribales, y es fácil rastrear la
presencia del dragón en la mitología alemana, del gallo en las leyendas
francesas, de la loba en Roma, del león en la heráldica inglesa o del oso en
Suiza. También los españoles tenemos nuestros símbolos, fundamentalmente
representados por animales de la fauna autóctona, como el caballo, el verraco,
el lince, el águila, el azor o el toro.
El conde Fernán
González se paseaba con un caballo que había pertenecido a Almanzor y sostenía
sobre el guante de su mano izquierda un azor mudado; ambos animales tan bellos
que el rey Sancho de León los acodiciaba y pagó una fortuna para comprárselos.
El toro acabó imponiéndose sobre todos nuestros tótems. Fue el origen de los primeros clanes ibéricos, y sucedió en el culto a los bisontes, ciervos y caballos que aparecen en nuestras pinturas rupestres. Muchas fiestas y romerías españolas tienen todavía como personaje central al toro, aunque esas tradiciones pueden recabar un origen más remoto en las civilizaciones indoarias, mesopotámicas y mediterráneas que influyeron en nuestra cultura.
A través de las
invasiones que nos llegaron por el Mediterráneo entró en la península ibérica
el culto de Mitra, unido al rito de la tauroctonía (el sacrificio de los
toros), pues se supone que el dios había matado a un toro para fecundar con su
sangre la tierra.
Diodoro ya refiere la importancia del culto taurino en España. Y todas esas tradiciones se mantuvieron sin interrupción desde la antigüedad, siendo incluso asimiladas por los invasores bárbaros. Los godos no suprimieron los sacrificios de toros, sino que, cuando se convirtieron al cristianismo —como otros pueblos germanos— adoptaron enseguida los ritos en los que todavía quedaban restos de las viejas mitologías indoarias.
El rito arcaico de la muerte del tótem se representa en la fiesta española de los toros (¡qué extraño pueblo este que hace coincidir la palabra fiesta con el rito de la muerte!) La liturgia de la corrida tiene un fondo prehistórico, brillante y solar, como aquellos lances sangrientos de las epopeyas homéricas y de las tragedias clásicas que —pese a su brutalidad— nos dejan una sensación deslumbrante.
Las tragedias
griegas —igual que el drama hispánico de la corrida de toros— se representaban
al aire libre, en grandes cosos y teatros, de forma que el escenario adquiría
así la fuerza mágica de un recinto religioso. Y los espectadores no sólo
apreciaban el pathos de los actores y su forma de recitar,
sino que daban mucha importancia a la expresión corporal, ya que la eurythmia (“ritmo
armónico”) y la euharmostia (“donaire”) completaban la parte
escultórica del espectáculo artístico, como ocurriría luego en las normas del
toreo español.
La tauromaquia es una lucha, concebida dentro de un reglamento sangriento y guerrero, en la que se representa un drama de muerte y de fuerza. Curiosamente, la afición por los toros decrece en cuanto el torero deja de ser un héroe mítico al que se suponen ciertos carismas y valores. En el momento en que el matador aparece como un simple asalariado, sin aura mítica y sin leyenda heroica, su figura deja de interesar al pueblo.
Digamos que el
torero fue, en la galería de las figuras españolas, un arquetipo muy popular.
Lo representaron los pintores más ilustres, desde Goya hasta Sorolla, desde
Zuloaga hasta Manet, desde Lucas Villaamil hasta Daniel Vázquez Díaz. Y, para
los extranjeros que venían a vernos, representaba aquello que Stendhal había
llamado «el tipo español», el último «personaje» que quedará en Europa.
La imagen heroica del torero sustituyó en España a la figura del hidalgo, que ya en el siglo XVIII resultaba caduca y había perdido su prestigio. Y, por eso, este personaje —tan magníficamente recreado en los sainetes de don Ramón de la Cruz— fue enseguida apadrinado por el pueblo. Hasta el extremo de que, ya en el siglo siguiente, se convirtió en el símbolo del «patriotismo popular español» frente a la mitología culta de ilustrados y afrancesados.
La imagen heroica del torero sustituyó en España a la figura del hidalgo, que ya en el siglo XVIII resultaba caduca y había perdido su prestigio. Y, por eso, este personaje —tan magníficamente recreado en los sainetes de don Ramón de la Cruz— fue enseguida apadrinado por el pueblo. Hasta el extremo de que, ya en el siglo siguiente, se convirtió en el símbolo del «patriotismo popular español» frente a la mitología culta de ilustrados y afrancesados.
No fue tampoco
ninguna casualidad que el toreo «a pie» sustituyese en el fervor popular al
«toreo a caballo» que había sido más aristocrático y propio de nobles. La
inversión de las castas se realizó así en una revolución incruenta, de forma
que el torero castizo —hijo del arroyo— despertaba la admiración de duques y
duquesas, haciéndose aplaudir y respetar por ellos. Y los viajeros que llegaban
a España, especialmente los franceses, se sentían seducidos por estos majos del
pueblo que se presentaban en sociedad como si fuesen ellos los vencedores del
mariscal Dupont y de los mamelucos.
La corrida va unida
a la muerte del animal y al riesgo del torero. Si el toro no ofende y no ataca
no hay lidia. Si brinca, huye o no es agresivo, ya puede tener aires de bravucón
o desplantes revoltosos, que no será aceptado por el público entendido. Y, por
eso, el animal “manso” era rechazado en todas las plazas, ya que la gente venía
a ver el sacrificio de un dios y no la muerte cruel de un animalillo
burriciego.
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