Foto Tierras Taurinas |
Por Andrés de Miguel
Cuan
bello es el toreo puro, ejecutado con convencimiento y con relajación, seguido
con asombro en los tendidos, jaleado por aficionados y público. Quizá
sorprendente para muchos como yo, que no creíamos capaz a El Cid de remontar su
toreo de dudas e inquietudes, y deslumbrante para otros que quizá no alcanzaron
a ver su época esplendida hasta 2007.
Un
resplandor de belleza de una completa faena de muleta montada con la izquierda,
sin pruebas, que empieza citando con distancia, recogiendo al toro con riesgo y
rematándolo para no tener que rectificar ni perder pasos. Naturales largos,
ligados y no hilvanados, esplendidos de factura y colocación. Para mi
percepción, el último de la segunda serie un auténtico monumento. Con la única
concesión de una tanda, quizá la cuarta, de prueba con la derecha, que no era
ni el pitón bueno del toro, ni la mano buena del torero.
Una
faena ejecutada para él, quien ya no tiene que reivindicarse ante nadie, que no
va a modificar su carrera, su imagen, ni su cotización, que sólo vale, sólo
¡que barbaridad!, para ser paladeada por los aficionados que siempre hemos
esperado a El Cid con el agradecimiento debido al torero que ha ejecutado el
toreo más puro en la plaza de Madrid en todo el siglo XXI, aun con la desesperanza
de que lo volviera a repetir.
Lo
hizo, vaya si lo hizo, con un colorado victorianodelrío,
Berbenero de mote según el programa, de noble naturaleza y codiciosa embestida,
con dos impresionantes pitones. Con la belleza añadida de ver torear a un toro
bien armado, impresionante de arboladura, con dos ganchos colocados en el
testuz y que resultan caber en la muleta
movida con temple y mando, con ligereza de látigo y precisión de orfebre, con
convencimiento de artista y relajación de héroe.
Claro
que hubo más en esta corrida, en la que El Cid se acartelaba como convidado de
piedra, entre el héroe del momento Ivan Fandiño y la alternativa de Ritter que
sólo tiene justificación en el negocio y no en el oficio. Hubo un tercio de
quites de más movimiento que belleza, afortunadamente rematado por una media de
El Cid. Hubo una faena movida y vulgarota de Fandiño. Hubo una corrida de mejor
presentación que casta, fuerzas justas, general nobleza y escasa emoción.
El
Cid que por reeditar todos sus demonios acabó matando a la tercera de un
providencial sartenazo, que nos libró de seguir conteniendo la respiración
cuando entrara con la espada, sólo ha tenido que pelear con su propio recuerdo,
con la falta de novedad que supone haberle visto ya y que provoca inevitables
comparaciones, con la muleta que ha sido
capaz de rematar más abajo, con la muñeca que ha tenido más recorrido en el
remate y por tanto en el dominio del toro. Esa falta de novedad convierte esta
faena, sea canto del cisne o inicio de una espléndida madurez, en una imagen
crepuscular de reencuentro con una afición que es capaz de vibrar con el toreo
puro, ejecutado con verdad, sin gesticulación, con capacidad y entrega, donde
la belleza surge inevitablemente en el bello dominio del torero sobre la
embestida del toro. La esencia de la fiesta de los toros.
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