Por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma. Hasta entonces la patria se me representaba en las personas que gobernaban la nación, tales como el Rey y su célebre ministro, a quienes no consideraba con igual respeto. Como yo no sabía más historia que la que aprendí en la Caleta, para mí era de ley que debía uno entusiasmarse al oír que los españoles habían matado muchos moros primero, y gran pacotilla de ingleses y franceses después. Me representaba, pues, a mi país como muy valiente; pero el valor que yo concebía era tan parecido a la barbarie como un huevo a otro huevo. Con tales pensamientos el patriotismo no era para mí más que el orgullo de pertenecer a aquella casta de matadores de moros.
Pero en el momento que precedió al combate comprendí todo lo que aquella divina palabra significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu, iluminándole y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche y saca de la oscuridad un hermoso paisaje. Me representé mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria; es decir, el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto donde jugaban sus niños, la colonia descubierta y conquistada por sus ascendientes, el puerto donde amarraban su embarcación fatigada del largo viaje, el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia, sarcófago de sus mayores, habitáculo de sus santos y arca de sus creencias; la plaza, recinto de sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue nunca el eco de los cuentos con que las abuelas amasan la travesura e inquietud de los nietos; la calle, donde se ven desfilar caras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestra existencia; desde el pesebre de un animal querido hasta el trono de reyes patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose nuestra alma, como si el propio cuerpo no le bastara.
Yo creía también que las cuestiones que España tenía con Francia o con Inglaterra eran siempre porque alguna de estas naciones quería quitarnos algo, en lo cual no iba del todo descaminado. Parecíame, por tanto, tan legítima la defensa como brutal la agresión, y como había oído decir que la justicia triunfaba siempre, no dudaba de la victoria. Mirando nuestras banderas rojas y amarillas, los colores combinados que mejor representan al fuego, sentí que mi pecho se ensanchaba; no pude contener algunas lágrimas de entusiasmo; me acordé de Cádiz, de Véjer; me acordé de todos los españoles, a quienes consideraba asomados a una gran azotea, contemplándonos con ansiedad; y todas estas ideas y sensaciones llevaron finalmente mi espíritu hacia Dios, a quien dirigí una oración que no era padrenuestro ni avemaría, sino algo nuevo que a mí se me ocurrió entonces. Un repentino estruendo me sacó de mi arrobamiento, haciéndome estremecer con violentísima sacudida. Había sonado el primer cañonazo.
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